Que se superpusiera al pandemonium el día del libro, fue
algo duro y lacerante, qué profusión y
hostigamiento, parecían monjes medievales expandiendo el credo cristiano, como
si te conviniera leer por tu propio bien. A mí me escribió Clarita desde Colombia para
un juego sobre libros, ni lo abrí, luego de Agadir haciéndose eco de Clarita y la historieta, contesté que no me apetecía.
Pero aún así pensé en que libros hubiera podido yo señalar y solo se me ocurrieron
tres: Pedro Páramo, El Extranjero y Crimen y Castigo (lo leí de adolescente y me
descubrió el alma humana para siempre), de vez en cuando trato de recordar por ver
si me sale un cuarto libro y no me ha salido. Autores sí me salen, incluso
muchos, pero lo que es libros, no. Luego no pueden ser tan importantes.
A una edad fronteriza entre la neurosis obsesiva alta camino
de la baja más soportable me reproché no vivir de forma arrebatada la poesía ni
la música clásica, cuando tenía la certeza (me imaginaba) que me sobraban
aptitudes para succionarlas con fruición. O sea, era el ideal, el
perfeccionamiento: espiritualidad de gasolinera.
La poesía implicaba
volver más a mí, cuando ya lo estaba
pero harto, mi interior no iba por el tocarme las cejas con las pestañas
para contemplarme el alma, la intimidad lacónica, la experiencia reconductible a degustación de la propia carne de gallina, sino lejos de todas esas
elevaciones en sima, iba mucho más por
los tornados del ello freudiano y los
nidos de ametralladora del superyó
lacaniano, son dos inventos muy distintos, en uno se escucha crujir las pisadas
y se huelen los tipos de flores y hierbas, y no faltan los insectos, y
en el otro los cuerpos se descomponen en trozos chamuscados. ¿Explicaría esto mi
distancia de la poesía? Bueno, no del todo. Poesía he podido leer –en mi mili
de fichado y enchufado dado que hice en unos meses todas las guardias posibles,
me recompensaron como
bibliotecario- y la leía absorto y
enamorado, pero música clásica solo (tres pinceladas más, pero de acuarela) la obertura
de Tanhäuser de Wagner. Corresponde a mi paso por el colegio (uno de ellos) en Bilbao
y se cantaba en mayo, con letra hórrida
y posconciliar. Años después descubrí el original, ya toda una orquesta y casi me daba por llorar, me salían lágrimas.
Y se acabó. De folclórica, nada
Me di cuenta que era dantesco, alienante la vida viviendo
intensamente la cultura (ese alcoholismo sin gracia ni alcohol) como hace tanta
gente que conozco yo. Por una vez comprobé que la cultura era una forma muy estulta (y ciega) de no vivir. Me vi adulto y con suficiente personalidad. A la
cultura se la anula con frivolidad, que es donde el pensamiento coge forma y la
vida dimensión real. Yo cuando leía Babelia iba directo a Antonio Muñoz Molina,
el triste que no ha superado su propio desclasamiento y se compunge por haber
dejado de ser pobre y traicionado a su familia. Todo el santo día de concierto
a exposición, de exposición a presentación de libro, y hasta cine, bueno, iba en bici y caminaba, y cuando lo
hacía era para identificar estilos artísticos aunque fuera noche cerrada y
lloviese a cántaros. Un enfermo.
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