¿Por qué es un horror el teatro Cervantes de Tánger?, porque
su fachada de planos y líneas rectas,
cortados por perpendiculares confieren la máxima simplicidad al edificio que no
los corrige, y menos enmienda los tres cuerpos o volúmenes de los que consta, en
anodino geometrismo simétrico, propio de viviendas de barriada, construcción
comercial o cualquier humilde edificio de oficinas, sin que destaque no ya como
arquitectura monumental, o moderna, vanguardista pública -naciendo en plena
eclosión, lo que es más grave- sino mera arquitectura civil con valores singulares, que no los tiene. Si un
día nos horrorizamos con la catedral de la Almudena de Madrid, redimida
finalmente por el conjunto, en el que se ha integrado (esa suerte ha tenido),
si después hemos despotricado por esa agresión terrible contra la historia del
arte y la arquitectura de la Sagrada Familia de Barcelona y su deriva arquitectónica a un
modelo impactante y desmesurado
paradigmáticamente Disney, no podemos dejar de deplorar que el Teatro
Cervantes evada su último acto de dignidad: su pulverización.
La fachada de saturadas ventanas, se modera para publicitar
su nombre y función sobre baldosas amarillas que remedan aquel antiguo anuncio
de Nitratos
de Chile, que era casi igual en concepción.
Tanto ventanal al exterior lo que hace
significar es que nada dentro del teatro pueda ocurrir, pero si fuera, es como un llamado a coger una
buena ventana, antes que una buena butaca, para
el paso de una carrera ciclista, una regata en mar abierto o un paseo
selfie de Alberto Gómez Font
La cornisa se desdice
de todo lo que tiene debajo, para en su centro hacer una torsión sobre el que
depositar un desenfadado grupo escultórico. Tras el que sobresale retrancado un absurdo frontón,
en “otro estar allí también”.
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