Chukri es el afín, es de los suyos, de los españoles que
grapan su propia literatura, aprovechando las demás (los únicos que lo hacen), a
Tánger, y es un hispanófono que habla habitualmente el español, porque lo ha mamado
en los extrarradios de Tánger y Tetuán
con andaluces y gitanos que abundan, por tanto no que lo sabe pero no
tiene con quien hablarlo, que sería el caso de Bowles. Pero sobre todo, Chukri,
es un adelantado en vicios cristianos -este asunto o mundo de vida, no tiene
nada que ver con el islam, como su actitud y posible criterio normativo que
merezcan sus transgresiones-, sino más bien
con los católicos españoles por clara contaminación colonial: alcohol y
prostitución, la vida y relaciones de
bares con hombres y mujeres de tabernas y garitos del sexo, a modo de fraternidad -quizá signo
distintivo, incluso de clase, que lo dice-, es donde nada como pez en el agua, es un rifeño del protectorado en caída prolongada.
Paul Bowles bebe lo justo, solo cuando toca, y lleva su sexualidad muy oculta, y menos alardea de ello. Conoce el mundo de las relaciones convencionales y sus respetos, incluido en el vestir. Es lo que hace alguien imbuido de la ética protestante, tan distante del catolicismo. Burroughs tuvo a Frank, Yacoubi un alemán y un escándalo, de Bowles no se sabe nada, no es como Jane (judía), ni como Chukri (in)moralmente españolizado, suscrito a vicios, más que pecados -nadie más laxo que los católicos para los pecados, para eso tienen el sacramento de la confesión que todo lo borra-, de honda raigambre hispana. La españolidad no tenía por qué remarcarse con obras literarias, sino en los mundos de la vida, y la forma compartida o inspirada de descarriarse, en lo atingente a la vida más personal, cuando se ha optado por marcos de existencia que, marginales y censurados, nunca se viven neutros e inexorables, sino cálidos y acogedores.
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