domingo, agosto 21, 2016

El diario de un escritor comprometido. 14: patatas fritas



PONFRITS
KÖENIGSEE
Jamás me he frito ni  una sola patata. No he puesto nunca ni una sola en  la sartén. Tras este dato pareciera que nada tuviera que decir sobre ese tubérculo. Hablando de ellos, jamás he probado la batata, el asco empieza por su nombre, que suena  a banana  y  postre.
Sé que es muy sencillo pelar patatas –estuve todo un día en el campamento militar de Córdoba haciéndolo- trocearlas y echarlas al aceite. Sí, pero  nunca lo he hecho, es mucho más fácil abrir latas. Cuando pienso en qué receta debo hacer para el día siguiente, pensé en las patatas aunque fuera en negativo, hasta que caí en la cuenta que de negativo nada de nada.
Tuve un corto  periodo de actividad  en la hostelería alemana, que mi ingenuidad y malos consejos unidos pusieron fin. Estaba de alta y legal, en el borde  de un lago alpino bávaro (arriba).  Abríamos a las 9 o así, el dueño, el turco (recoge mesas) y  yo. Servíamos desde el  mostrador un montón de cosas, todo tipo de salchichas, pollos, embutidos, sauerkraut y el producto estrella que eran las patatas fritas, que era lo que más se vendía a la tarde hasta que desaparecían los turistas y cerrábamos.  En la barra estábamos el dueño y yo, y la cajera Silvia, una austríaca que andaba enrollada con el hermano del dueño. El dueño era literalmente asqueroso, más de las SA que de las SS, o mezcla,  su mujer que siempre llevaba el típico traje bávaro   me excitaba muchísimo (ojo, ella no hacía nada, todo yo), lo que me incitaba a detestar aún más al dueño. Al mediodía  me dejaba solo, entonces me  enfrentaba en solitario  a las hordas. Hacía de todo, menos cobrar, ante la mirada conmiserativa del turco, que solo tenía que esperar que se vaciase alguna mesa para retirar los restos.
Lo peor, aparte de atender a las mesnadas,  era las patatas congeladas que tenía que freír en dos freidoras. Sacarlas de las cajas, echarlas a las freidoras con el subidón de calor, olor, pringue, salpicaduras, suelo embarrado de grasa y deslizante, servirlas en cucuruchos con una tenedorcito de plástico y normalmente ponerlas Ketchup, mientras otros pedían cosas distintas. Al atardecer la cola salía del establecimiento y era entera para mí. Y todos pedían “ponfrits”. Eran niños hijos de puta la mayoría. Había bastante norteamericano que me hablaba en inglés –entonces les entendía perfectamente (ocurría además que  odiaba al imperialismo de manera personal)-,  les decía en alemán  que no entendía, entonces me señalaban, y yo o me avenía o seguía en mis treces. Era cuando Silvia me reprendía discretamente. Entiendes de sobra y estate tranquilo. El turco no paraba de admirarme. Antes me había descolgado del servicio étnico alemán con los que comía en el restaurante del hotel, tras un biombo, no en el autoservicio de fuera donde trabajaba, porque no me hacían ni puto caso, ni me saludaban, por lo que   me pasé a la cocina a comer con  los turkisch. Lo  que les gustó mucho, no lo hice por marxismo, sino por repelido.
Pese a mis malas caras, melodramatismo, enojos lo cierto era que llevaba  solo el chiringuito en su actividad central. Debí pensar que era imprescindible. Una noche hablando con Silvia, nos referimos  a nuestros  sueldos. Tú eres tonto, me dijo. ¿Y qué hago entonces? Pedirle un aumento y si no que  te vas. Dicho y hecho. Entré al hotel y se lo dije así. Muy bien, te vas. Era de noche y había que ir a Berchtesgaden para poder coger el tren para Munich. Pero ahora no me puedo ir, será mañana. Mi habitación era del hotel. No,  ahora mismo. Fui al hotel de al lado, donde estaba Manu, que tenía trabajo de turco, oye que nos han echado (de la habitación los dos y yo del trabajo). ¿Qué has hecho? Nada, una reivindicación salarial. De madrugada estábamos en Munich, como en un gran circo, donde jóvenes  de todo el mundo dormían en sacos en el suelo. Nosotros nos pegábamos codazos cuando veíamos a las tías buenas meterse en bragas en los sacos. Los marcos me salían por los bolsillos de los vaqueros. Entonces MH estudiaba germánicas, andaba por la zona  y tenía contactos benefactores en Munich (residencia ilegal). Antes de su guerra con Herr Arnold, profesor de la universidad.  


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