Despedida
Hay
momentos en los que la carne que queda en
la nevera está caducada o ya no hay, un fácil recurso es acudir a la morcilla
de Burgos envasada al vacío y mirar si tienes pimientos de piquillo. Una
morcilla entera ahora, a esta edad mía, llena, y si es con pimientos más.
Como
cocino de manera muy mediocre y ahora con alguna pretensión de extender mi
“carta” para satisfacción nuestra, daré cuenta de un plato que me gusta, mucho
más cuando lo hacen que cuando lo hago yo. Veremos esas dos fórmulas: de pasivo
y activo.
Cuando la hace la gran instrumentista, y de mítica fama –ahora dice que le ha dejado de
gustarle, lo que nos puede perjudicar—se
pone en un cazo de aceite y ajos partidos longitudinalmente en dos. Se echan los pimientos de piquillo
sin el agua, y a medida que se van haciendo, se va echando el agua de
la lata, cuando se va haciendo más, agua, hasta que se ponen como de una suavidad lechosa y aromática. En la
sartén se fríe cortada la morcilla sin aceite, porque como decíamos se
fríe con su propia grasa. Se saca
y se echan los pimientos sobre la
morcilla, cortadas en unos 8 ó 9 trozos.
Mi
proceder presidido por mi impaciencia
y tosquedad, abrevia el procedimiento.
Me limito a pasar los pimientos de piquillo por muy poco aceite hasta
que adquiere unas vetas negruzcas –como
los pimientos de caserío que se hacían sobre la chapa- y
después las hecho a la morcilla.
Queda también bien.
Nuevamente tuvimos celebración, con Rosita
resultan memorables. Mi hermano
va perdiendo chaquetas por ahí, le llevo
contadas cuatro. Se van todos a Bilbao hoy, incluido mi hermano, que es mi
informador diario de la gente que ve. Luego quedaré aislado. Fer
me dice de ir a caminar. Tengo
muchas cosas que hacer, básicamente
corregir mi último libro sobre el Sáhara. Me he entrampado con el nacionalismo de los grandes teóricos, he ido más lejos de lo que preciso. El prólogo o el epílogo lo hará El
Niño, ayer hablamos. Es la vuelta que no se había dado.
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