Según el sistema binario que seguimos escrupulosamente, ayer
no tuvimos jardín, o sea terraza de
verano de cuatro. Sigo trabajando duro, es todo lo que hago. Los raviolis resultaron como de costumbre.
Mi padre nunca cocinó y eso que era de txokos, pero en casa de amigos, en un caserío que compró
un amigo de él y en algún otro lugar cocinó barbarismos: marmitako de salmón,
donde el bonito más óptimo, y cuando el salmón no estaba de moda. El sin sentido colonizaba el resultado. Otro amigo de él (tipo compinche y del mismo pelaje,
creo que aún peor) en otra ocasión, los
asquerosos caracoles terráqueos. Mi ex familiar dominicaba (perdón por el
neologismo) paella con mucho aderezo de mandil y órdenes; ninguno de los tres había frito un huevo en su vida. Los tíos
propenden a la alta cocina de esmero y
presencialista, sin tener ni idea, cuando hacen algo lo quieren a lo grande.
Yo sin embargo me muevo por parámetros más de ama de casa
sin familia: mi comida no tiene destinatario extra. Hago arroz de siempre, según
XY muy bueno, no le pongo nada (ajo y muy pocas veces un poquito cebolla muy seccionada), luego kechup y huevo, pero jamás se me ha ocurrido hacer una paella. Para empezar por la
laboriosidad, y por ahí no paso. Tampoco me gusta la cocina. Los fines de
semana sin embargo, como de gran restaurante en casa, muchas veces mucho mejor que fuera pudiendo
elegir cualquiera. A lo más, yo he ido a Mercadona, como enseguida haré.
Hago una carne picada que creo he inventado por mi vagancia endémica. En
lugar de hacer hamburguesas o albóndigas, yo que soy muy ajista, troceo varios
dientes de ajo, cuando se han dorado le echo la carne picada, más picada, a la sartén, y la voy troceando
mientras se hace, cuando ya está, le
pongo un huevo, pimienta negra y lo revuelvo. Es rapidísimo y sabe bien, o sea,
un escalón por encima de “se puede comer”.
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