sábado, agosto 13, 2016

El diario de un escritor comprometido 7 carne picada

Según el sistema binario que seguimos escrupulosamente, ayer no tuvimos jardín, o  sea terraza de verano de cuatro. Sigo trabajando duro, es todo lo que hago. Los  raviolis  resultaron  como de costumbre.
Mi padre nunca cocinó y eso que era de txokos, pero  en casa de amigos, en un caserío que compró un amigo de él y en algún otro lugar cocinó barbarismos: marmitako de salmón, donde el bonito más óptimo, y cuando el salmón no estaba de moda. El sin sentido colonizaba  el resultado. Otro amigo de él (tipo compinche y del mismo pelaje, creo que aún peor) en otra ocasión,  los asquerosos caracoles terráqueos. Mi ex familiar dominicaba (perdón por el neologismo) paella con mucho aderezo de mandil y  órdenes; ninguno de los tres  había frito un huevo en su vida. Los tíos propenden a la alta cocina  de esmero y presencialista, sin tener ni idea, cuando hacen algo lo quieren a lo grande.
Yo sin embargo me muevo por parámetros más de ama de casa sin familia: mi comida no tiene destinatario extra. Hago arroz de siempre, según XY muy bueno, no le pongo nada (ajo y muy pocas veces un poquito cebolla muy seccionada), luego kechup y huevo, pero jamás  se me ha  ocurrido  hacer una paella. Para empezar por la laboriosidad, y por ahí no paso. Tampoco me gusta la cocina. Los fines de semana sin embargo, como de gran restaurante en casa, muchas veces mucho mejor que fuera pudiendo elegir cualquiera. A lo más, yo he ido a Mercadona, como enseguida haré.
Hago una carne picada que creo  he inventado por mi vagancia endémica. En lugar de hacer hamburguesas o albóndigas, yo que soy muy ajista, troceo varios dientes de ajo, cuando se han dorado le echo la carne picada, más  picada, a la sartén, y la voy troceando mientras se hace,  cuando ya está, le pongo un huevo, pimienta negra y lo revuelvo. Es rapidísimo y sabe bien, o sea, un escalón por encima de “se puede comer”.   


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