Capítulo de mi libro vasco, en larga ejecución
La desnudez de la individualidad de uno mismo con su fragilidad y percepción del propio
contorno como límite y delimitación (acotación) ya se dio, muy paulatinamente,
sin prisas. Uno fue abjurando de los credos que le acompañaban, de un encofrado mucho
más sentimental que racional. Y ahí está lo esencial.
El principio individuationis señalaba Nietzsche era promovido por el fondo dionisiaco que como fuerza, ímpetu, arrebato se imponía al elemento apolíneo creador de la apariencia, la bella forma en el uno primordial. Lo que uno de joven intentaba sin saberlo era el triunfo de las pulsiones dionisíacas que pretenden la disolución del individuo en la fiesta, armando bulla con la cohorte dionisíaca festiva y entregada al paroxismo de los placeres, dedicados básicamente en nuestro caso entonces a beber y a bastante gamberrismo, más que a la inmersión en la vida instintiva dominando la música y la danza
Pero ahí está Oteiza para revocar a Nietzsche, de plano, aunque de alguna forma siguiéndolo, ya que el arte es concebido como un suplemento metafísico, el escultor no es una figura dionisíaca en absoluto, pero si es seguidor de su metafísica estética, en todo caso trágica por apolínea, incluso patética pero jamás prosaica, sin embargo no tiene épica, lo que sí tenían sus seguidores, hijos de dios, todos prometeicos y Oteiza su profeta.
También Oteiza como el nihilismo nietzcheano da por superada la metafísica por su propia consunción. Hasta que renunciaron a su legado y se adentraron en lenguajes y poéticas que claramente lo revocaban, es como vemos la evolución de Txomin Badiola, Pello Irazu y todos aquellos que se acogieron a la gran carpa del arte vasco, lo subvirtieron de raíz, lo dinamitaron.
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