Este es el cuarto libro que he leido de Leila Slimani y el mejor. Es evidente que los Goncourt no se regalan, aunque siga creyendo que los escritores que el Nobel me ha dado a conocer, podría citar de memoria 5 ó 6 y relativamente recientes, han sido para mí siempre impactos literarios directos a la mandíbula, que te dejan noqueado y murmurando.
Había terminado La vida de Chejov de Irene Nemirovsky antes de empezar con este Slimani. Hay una gran literatura de nuestro tiempo que se caracteriza por una nueva sensibilidad, formas de pensamiento y sentir novedosos, y desafíos de vida, con su representacion y comprensión ya distintas, que por ejemplo no se da en Nemirosky, siendo muy notable -el tiempo, el Zeitgeist marca-, que no auna esa forma contemporánea, es decir posmoderna, de vida y experiencia. Y hay otra literatura que sigue siendo de hechos exteriores y acción, en la que no dejan de ocurrir cosas fuera. Se la actualiza con algunas distorsiones leves, un poco de ironia (valor posmoderno: Rorty) y unos guiños cuidadosos, pero sin que les haga perder su carácter ni función complementaria, u ornamental puestos en lo peor.
Leila Slimani nos muestra aquí que lo que verdaderamente requiere de las palabras como piezas de orfebrería o teselas de un mosaico, no son la sucesión de acontecimientos, sino las que sirven y se encuentran para expresar lo que ocurre dentro o está en el ser humano, un torbellino de respuestas a la vida vivida con sus desafíos, negaciones, ambivalencias e inconsistencias. Intuiciones, libre asociación, impugnación inconsciente de realidad y apariencias, flujos obsesivos, autobiografia deconstruida, miedos y desparpajo, falta de suelo para verdades y a prioris, y una narracion acorde con esos estímulos, no por mapas ni guias de coherencia lógica y verosimilitud pautada.
La realidad está amañada, lo está en la vida y con más motivo en la literatura, la verosimilud ha de aceptar lo inverosímil de la propia experiencia, para no quedar en transcripciones de modelos y cálculos.
En el santón, al que se le puede tildar de español por su culto incondicional, Mohamed Chukri prevalece su vida de héroe moderno (para tantos devotos) sobre su sustancia, amarga pero que da mucho gusto y placer.
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