El problema en Santa Cruz no suelen ser las autoridades, ni
Coalición Canaria, incluso con Franco
se celebró la Exposición Internacional de
Escultura en la Calle de 1974, en la que dice apoyarse ahora el alcalde.
En Santa Cruz de Tenerife hay obras de
Herzog & De Meuron, pudo haber estado Dominique Perrault (el de la Biblioteca
Nacional de Francia) en San Andrés, si no fuera porque ese coeficiente
minoritario (de mucha traca demagógica) ecologista (de progreso), con su
mamotreto (imprescindible significante satánico invasivo) lo hubiera impedido.
Están también Santiago Calatrava, Dokoupil en Los Majuelos, o Jaume Plensa en la Rambla. Por tanto en esta ocasión, las
autoridades se separan de cualquier criterio artístico de contemporaneidad, que
había mantenido la ciudad (una fuerte tradición ya, para ahora, la traición) y
se retorna a la modernidad de hace más de un siglo; arbitrariedad total,
justificada en delirantes silogismos económicos. Normalmente es el pequeño coeficiente de “Pueblo” -que comanda
el sector progresista naturista más
retrógrado, que odia acerbamente innovación y progreso real- actuando
como si lo representara íntegro, quien demuele la contemporaneidad artística.
Ya lo hicieron con Perrault y su
mamotreto (palabra-conjuro de aldea),
que carecía de la ligereza y bella forma (cubista) de la
autoconstrucción de laderas enteras. Pero también ocurrió con Tindaya. Me dicen que Tindaya es
más nada que nunca, algo absolutamente cantado. Chillida la inventó y el
conservacionismo no de parajes sino existencial (de horizonte de vida y
contexto eternos, y chapoteo en el líquido amniótico de lo claustral), desvaneció su sola posibilidad perturbadora
Con Tindaya salieron a relucir los petroglifos podomorfos
(el proyecto no tocaba ni uno) y que era una montaña sagrada (que fue
pretensión del artista: su sacralización). ¿Qué estaría pasando hoy con Tindaya de haber sido? De Tindaya vemos lo sagrada que queda: anodina
y lúgubre. Me alegro, como me alegro cuando se recompensa al “pueblo” y su intuición
(hoy la autoridad), siempre representado
por las mentes más quietistas y apergaminadas, adictos de pancarta y megáfono o
tentados de alcaldada. De idéntico fiasco. Ahora, en materia de arte y efectos
culturales el interpelante no es un megáfono con pancarta, sino el conjunto de
expertos y grandes colectivos acreditados, a los que sería inexcusable
escuchar.
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