Ángel Repáraz (germanista, traductor, ensayista e ingeniero industrial) Suplemento El Perseguidor de Diario de Avisos
El Bilbao actual, el que puede tachar o centrifugar a quien
se mueva imprudentemente en la sesión de fotografías, tiene un nacimiento
histórico que cabe datar con alguna precisión;
efectivamente la abolición de los fueros tras la última
carlistada del XIX convierte en pocos decenios a las Encartaciones en una
enorme cuenca minera. Así que se implanta un capitalismo industrial de los
duros y un liberalismo algo clerical, pero nada tímido con el dinero, con
ferrocarriles (mineros y de pasajeros), explotaciones extensivas - a la puerta
de la villa alguna - y fábricas de dimensión hasta entonces desconocida en la
margen izquierda de la ría. Víctor Chávarri y los demás impulsan la siderurgia
y los bancos; Bilbao está entrando en su modernidad y durante el último cuarto
del XIX la ciudad cuadruplica su población. Sobre todo con inmigrantes
empobrecidos, los que serán bautizados por el nacionalismo neonato como
maketos. Y que serán tratados convenientemente por capataces no muy humanizados
– y aborígenes, señala Unamuno -; algo que, había quien pensaba, tenían bien
merecido quienes amenazaban la soñarrera idílica del preindustrialismo. Bilbao
significa ya las fortunas y las mansiones del Ensanche y unas clases medias y
menos que medias asustadas. En 1886 funciona ya en Bilbao la primera asociación
socialista, y de 1890 es la primera huelga general de mineros en Vizcaya, con
un apoyo enorme por parte obrera y un resultado atroz en vidas. Casualidadades
de la vida: justo entonces, en 1893 y en el txakolí Larzábal de Archanda,
desciende el Paráclito hasta la cabeza de Sabino Arana, que en su discurso
programático embute mitología y ‘derechos históricos’. El ser aristotélico,
como sabe cualquiera, se dice de muchas maneras; el ser de Bilbao también.
Desde como tarde las últimas décadas del XIX aquel estado de cosas y sus muy
perceptibles consecuencias han sido analizados y denunciados por una extensa
nómina de heterodoxias, buenos poetas incluidos; por Unamuno e Indalecio
Prieto, por G. Aresti, Blas de Otero, Javier de Bengoechea ¡y hasta por la
poesía tentativa y agostada de Javier Echevarrieta! (El protomártir del grupo
armado fue también el
protoasesino, nos recuerda con otros términos el autor). De
toda esa tradición puede uno echar mano para testar que han sido muchos los
motivos para salir de allí de estampida y con la determinación de no volver, o
para desearlo. Entre los más recientes, Lizundia.
2 “… en agosto de 2001 rompí, decidí desde el pueblo donde
había veraneado siempre [...] que no volvería nunca más.” De esa violenta
impugnación de las marcas de una existencia anterior hay interesantes precedentes en la
literatura, desde luego, la de Stendhal con Grenoble es conocida y definitiva,
o la de Galdós. De hecho, Lizundia ha vuelto; seamos comprensivos con estos
incumplimientos invocando al bueno de Pere Quart, que asimismo volvió y
asimismo quebrantó su propia su palabra (él regresó “rejuvenecido por el
asco”). Pero al poco de uno de sus regresos el azar intervino en la forma de
una caída en la Alhóndiga de Bilbao, y el resultado se llamó fractura rotulina.
El choque con ciertas estructuras del poder médico fue un plus para su rabia
acumulada; después de todo Lizundia tiene formación jurídica. Su librito es por
todo ello denso e inamovible en el rechazo y elíptico en su modusdicendi; sus
23 miniensayos o viñetas no hacen todavía unas memorias, aunque las miradas
hacia atrás de esos cuarenta años darían de sobra para ello. Y bien, si los
veinte años del tango no son nada, el doble tampoco tendría por qué serlo
cuando se ha logrado sustraerse al gran atractor.
3 No creo que, como apunta alguna recensión, sea la de
Lizundia una “mirada melancólica”; pienso más bien en la furiosa decisión del
que ha visto que, por causas convergentes, el ambiente allí se le había puesto
irrespirable. Un extraño, pero tampoco tan próximo al Mersault de Camus porque
aquí hay ironía, excelente conocimiento de realidades y hasta una militancia
antigua que dio para algún susto. El problema es ese regreso, los costes de ese
volver al ámbito del nacionalismo, que, como ha sido observado ya más de una
vez, funcionalmente es una religión, y aquí no valen diálogos. Han sido
demasiados años de ‘comprensión’ más o menos abierta con ETA – una grande,
sangrienta cuadrilla. Arzallus soñaba despierto con una Euskadi entre el Adur y
el Ebro, como si el régimen competencial en vigor, la Hacienda autónoma y el
resto fueran modos sutiles de opresión. Y a no olvidar sus consideraciones
sobre la división funcional del trabajo entequienes sacudían el árbol y quienes
recogían las nueces que iban cayendo, un postulado de epistemología arbórea
que, machihembrado con el conspicuo ‘lo mío para mí y lo tuyo a medias’, han
enriquecido sin ninguna duda las formas discursivas de la política vasca. No
extraña que gentes así estén construyendo “cada vez más, una Euskadi
monoteísta”.
“Soy un bilbaíno consecuentemente anti-bilbaíno”, otra
áspera confesión de quien tiene conciencia de ser un intruso en su lugar de
origen, “incluso como abogado”. Los acólitos han hecho bien su trabajo: allí
caben los justos y pocos más: los justos de la axiología jelkide de hoy y de siempre,
entiéndase. Ibarretxe se reclamó de esos 7.000 u 8.000 años de historia vasca
que, parece, no se han resuelto en un Estado nacional. El ius primi occupantis
de los trogloditas como argumento; la pregunta es cómo vivir con alguna
clarividencia en una comunidad cuyo titular decía cosas así. En abril de 1890,
todavía en Bilbao, Unamuno escribe a un amigo: “Aquí reina el egoísmo sin tasa,
y una atmósfera que quita todo aliento al espíritu.” Cuarenta años o más
después de la fuga Lizundia pone coordenadas esféricas a los reencuentros
decepcionantes aludiendo a Cioran, V. Grossman, Hobsbawm, Rorty, Deleuze, etc.:
un mapa privado que es también seguramente el de una generación que se está
yendo. Aunque él no es del todo un outsider aunque afirme tal: tenía todos los
apellidos canónicos precisos para ser admitido en la Tabla Redonda del
exclusivismo. Claro que, lo dijo Recalde, los nacionalistas “pretenden
convertir las referencias históricas que ellos se han inventado, que no
existen, en los fundamentos de lo vasco.” La buena noticia
es que también aquí se detecta al ‘vasco discrepante’ (Caro Baroja), que puede
especificarse probablemente sin violencia como ‘bilbaíno discrepante’.
Lizundia ha confeccionado reactivamente una enmienda a la
totalidad de una ordenación social (“esa sociedad vasca anormal”) que se
encuentra en manos de quienes sabemos; las tres formaciones nacionalistas, por
cierto, proceden de Sabino. No le duelen prendas: “… pasé de trasterrado a
renegado y de antivasco a exvasco, que es como me gusta calificarme...”. Quizá
ha sido demasiada la energía interna invertida con todos esos class enemies
(así los llama) que ha ido coleccionando. Pero el humor es bueno, de modo que
sigue siendo accionista de DEIA; en tiempos hasta puso en pie una ‘Asociación
de Abogados de Tenerife por la libertad de Euskadi y contra el Plan Ibarretxe’.
“Está todo como lo dejé”, constata en una de sus últimas epifanías. Lo mismo
pero distinto; Heráclito de Bilbao, nuestro exvasco se lleva bien con los
vascos dispersos por el amplio mundo. Quizá este ensayo nos exhorta a redefinir
los motivos reales de nuestras diversas diásporas, que en modo alguno se
limitan a las de quienes administran los oropeles de la política resistente.
Para emplear un título de Handke (y de Chandler), un autor que Lizundia cita,
este es un largo adiós, voluntarista y contumaz. Sobre los costes internos
guardemos silencio. ¿Pero y si la inadaptación, como sugiere el autor, actuara
como “un kit de mera supervivencia”? Ah y en Bilbao, no hay que decirlo, “sigue
lloviendo.”
Lizundia, José María, De Bilbao a Bilbao, cuarenta años
después. Granada: Alhulia, 2021.
Madrid, 15 de agosto de 2022
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