Hablaba antes de la costra impracticable de falsedades que la voluntad de falsedad ha depositado sobre el mundo. Lizundia es un deconstructor. Con frecuencia, en largúisimas conversaciones con él, al amparo de la mejor cerveza o del mejor vino, le he oído invocar a Derrida para hacerme ver que su propósito personal, el que anima a escribir a mi querido amigo y “fake brother”, no es construir, sino demoler. Si se quieren ver las cosas como son en realidad, si se las quiere hacer patentes, hay que poner en práctica una operación previa, dramática por su propia contextura, de limpieza, que comienza por perforar y quebrantar toda la masa de tópicos que ese modus operandi hostil al mundo de la verdad, y a la verdad del mundo, ha arrojado sobre ellas. Lo que se haga -o hagan otros- después con lo que resulta de esta deconstrucción inmisericorde, es decir, con la realidad despojada de todo aquello que la pretende desvirtuar, es cosa que a él no le interesa; no es su responsabilidad. Su proyecto vital, el dictado por su fondo personal insobornable, su vocación constituyente y constitutiva, es, como decía al principio de este prólogo fallido, ir “a las cosas mismas”. Desde la eternidad sigue resonando la vieja consigna del también viejo, entrañable e inolvidable Edmund Husserl: “Zu den Sachen selbst! Zu den Sachen selbst!”:
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