La demolición del lenguaje, en lugar del diálogo, es mucho
más gravoso porque no puede ser simulado, de hecho en el Parlamento hay debates
y turnos de palabra, con las bases inherentes al diálogo pero ahora es cuando
podemos decir que se produce una suerte de gran simulacro. Lo que no es nada
benigno sino concluyente, es que la
primera condición para el diálogo como es la posibilidad de interlocución entre
los hablantes en que se emplaza al otro, se frustre de inicio, al hacer
desaparecer a ese interlocutor, con su propio monólogo activado.
Preguntas concretas eludidas, en turno de respuesta, con ajenas por completo a
ellas.
Cuando la sangre corría a chorros en el País Vasco, voces,
que podríamos identificar como de progreso, clamaban por el diálogo con el
totalitarismo sanguinario. Era Fernando Savater, el más destacado, quien
recordaba que el diálogo ya se hacía en el parlamento: no habría acuerdos,
sobraría obstinación pero había comunicación, actos de reciprocidad sucesivos.
Algo había leído y después comprobado que el presidente Sánchez no respondía a las preguntas que se le hacían
y como él sus (muy agraciados con la lotería) ministros. No lo había visto
nunca, siempre cabían torpes, cínicas y mentirosas respuestas, pero se
respondía. Se reconocía la bilateralidad en los códigos comunicativos, las funciones del lenguaje, su
carácter convencional y simbólico. George Orwell y Victor Klemperer hablaban de
neo lenguas, la falsificación de la comunicación en su carácter referencial de
realidades. A otro nivel intelectual de muchísimo mayor recato, el no del todo estadista
Rodríguez Zapatero dijo que las palabras tenían que estar al servicio de la
política, como muy precozmente
profesionalizado en ella. Como que el viento era el único dueño de la
tierra, ya como chamán-indio navajo.
Sostenía el periodista Miguel Ángel Aguilar en un debate,
que a diferencia de Pedro Sánchez el no del todo estadista ZP, al menos, tenía
cierto respeto a las instituciones, lo que suena enteramente sabio y perspicaz.
No tener cierto respeto a las instituciones significa en términos de políticas
concretas la erosión, vaciamiento, desregulación de todo el sistema de
garantías, contrapesos y neutralidad del Estado, necesariamente inclinado y
viciado de partidismo absolutamente sectario con la contumaz negación de la oposición. Se trata de una visión holística
del Estado, a patrimonializarlo funcional y simbólicamente, con ostentación de las prebendas del Estado,
comitivas con escoltas lejanas a la cultura europea, signos de poder en el uso
de aviones, viviendas del Estado, regalías a amigos y serviles, culminada
con la desinstalación del lenguaje, como no ya neo-lengua, sino trans-lengua que disuelve la
comunicación democrática, despreciando la interlocución, para hacerse monólogo
autocrático.