El mundo ha cambiado tanto desde entonces y mucho más que
está cambiando ante nuestros ojos a cada hora, que a mí me
maravillan los que consiguen no ver nada en toda su vida. Eso no les pasaba ni
a los anacoretas ni eremitas del desierto. El término mismo de “clases”
ha desaparecido, es como si ya no se viviese en una sociedad de clases, o tan
distinta, que en absoluto esas
categorías podrían adecuarse o encuadrar la realidad. Por ejemplo, no hay clase
obrera ni clase burguesa, hay los “trabajadores”. Y empresarios: nociones no políticas, sino sociológicamente reduccionistas, teñidas de moralidad.
La clase obrera nació con el capitalismo, modelo de economía
sustentada por el sistema tecnológico
industrial. Con el sujeto por excelencia: el proletariado industrial. Los científicos sociales hablan, desde hace ya muchos años, de la sociedad “postindustrial”.
Primera contradicción: ¿cómo puede un agente específico de un sistema, vivir,
desaparecido éste, en sus restos o
residuos como protagonista especial? Desde el papel protagonista de agente, nada
menos que histórico, a
la lateralización (salvo que los populismos la rescaten sobre su base exclusivamente
retórica) en los procesos de desarrollo, más dinámicos, de los factores
productivos. Todos los signos nos dicen que
eso es así en la sociedad del riesgo, que diría Ulrich Beck, o en la
economía globalizada. El progreso es algo que intuimos en el lado opuesto a
este mundo, que se limita, dentro del conservadurismo actual de la izquierda,
a conservar literalmente lo que se tiene o queda. Además de a reaccionar (ojo
con las palabras) contra y no intervenir dinámicamente dentro de los vectores y
marcos de progreso que se
perfilan o que se puedan inaugurar; y sin la capacidad de abrir un debate -no digamos ya mínima
propuesta o atractiva idea de futuro-, sobre lo que habría que hacer, incluso hasta
para conservar lo máximo de lo que aún se posee.
No hay batalla que librar
centrada exclusivamente en el conservacionismo. Eso
supone el reconocimiento previo e incondicional de la derrota sin paliativos.No es argumento de futuro decir “con todo lo que nos costó lograr estos derechos”. A la mayoría de la gente que conozco, no le costó absolutamente nada, porque los heredó. La historia del movimiento obrero ya no interesa a nadie, a cambio se orquestaron hasta el propagandismo más alucinado, por un gobierno ebrio de regresión y fosilizado, los logros de la II República abocada a otra dictadura (me refiero a la del proletariado, también olvidada por la memoria de tantos olvidos. El olvido más sinvergüenza: el del anarco-sindicalismo español o el del POUM).
Si hubiera una mínima pulsión de vida y vagarosa noción y apetito de progreso sabrían que lo que se pueda perder hoy, se puede ganar mañana, incluso más. ¡Qué progreso es ese, en el que ni se cree! Si fueran los que hoy se quejan los que de verdad lograron cosas, otro espíritu reinaría.
La Europa fragmentada, eurocéntrica, henchida de soberbia sigue sin decir ni una palabra en ningún acto, declaración o pancarta, de millones de trabajadores que producen casi todo, y también consumen en el mercado global, por 200 dólares al mes. ¡Qué silencio más estruendoso!
No creo que haya que ser especialmente intuitivo para adivinar que es por aquellas regiones remotas por donde las palabras recobrarán su justeza y realidad semántica, evidentemente no en España, en donde los significantes son los signos de sus antinomias.
El progreso entonces, significará progreso. Quién lucha por hechos lucha por palabras.
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