Los intelectuales de mi aldea. R. de Zubiaurre
Mañana
estaré en mi tierra. No sentiré que regreso, sino que sigo, tampoco soy de
seguir mucho porque en una semana ya habré
tomado el camino del sur: Córdoba y Sevilla.
Iremos a Mundaka, donde tomaremos unos vinos (excepcionalmente) en
ambiente familiar amplio de confraternización- pueblo. Me pongo simpático y
gracioso, y también se genera cierto espíritu de antiguos del pueblo. Pensar
que hace solo unos años pensaba no volver jamás. Los del pueblo nos han
considerado (familia) de allí, sin serlo. Incluso a mí, tanto que me (y amigos)
censuraban de joven. Eran muy rancios.
Mi
hermano sacó la foto del cuadro de arriba, se titula los intelectuales de mi
aldea y es de Ramón de Zubiaurre, que está en el Museo de Bellas Artes, le gustó
mucho y me ha mandado un texto demasiado apologético de mí y de E, para
colgarlo, pero no lo hago, por eso y porque malcita a Habermas, lo más punible.
Espero que no deje de enviarme cosas.
En mi
tierra ocurre que me siento como si fuera de allí, ni desarraigo, ni
animadversión, pérdida, inadaptación, rechazo, hostilidad, deudas. Me quedé sin
amigos, debido a mi exclusivo arte, de forma plenamente unilateral. Creo que es lo único no vasco mío. No
soportaba el país, su ambiente, ideas, opinión común, diré en mi descargo, que
es lo único que puedo decir. Ninguno me hizo absolutamente nada. Según XY todos me adoraban, y como no lo había
visto desde ese punto de vista: del de ellos, –solo del mío, o me dio
exactamente igual-, ahora creo, que sí, que era
más o menos así.
En este ahora, recién dicho y prolongado, me siento absolutamente
normalizado, no tengo nada contra la gente de allí. En mis escasos contactos, vía hermana,
como si nada. El mismo aquí que allí. Reconozco que he alcanzado una gran simplificación
de mi vida. Como dijo no sé qué poeta y cantaba el simple y amargado Paco
Ibáñez, yo ni estoy en guerra con mis entrañas.
Me
gusta mirar mucho a la gente, en todos los sitios, y no solo a las tías buenas,
sino a todos. Soy consciente de que lo estoy haciendo: mirar, lo increíble es
que es sin la más mínima intención. De joven y maduro, miras para ver si te miran.
Hace muchos lustros que no me mira nadie. Pues yo miro por mirar. Miro cada
cara que tengo delante, no ropa, gestos, estilo o no, anatomía, yo miro las caras, sin el más mínimo propósito ni
explicación. Con total indiferencia, pero miro. En el metro es muy distinto que
en la calles, las caras desdibujan su preeminencia en beneficio de otros elementos más
interesantes, sin duda, ahí sí hay mucho
juego: los móviles, las lecturas, las conversaciones, la ropa, lo tienes todo.
Incluso puedes abandonar el más puro pulso existencial, de vida en cuanto vida
y fluir a su antojo, y hacer un poco
sociología, que es otra historia y con menos poesía que la no- poesía que hay en el
mirar que hago yo. Igual lo hace todo el mundo, pero no
lo cuenta.
Como mi
desocupación se va a intensificar en el
viaje, quizá escriba sobre él, en “cartas a mi hermano Víctor Manuel”.
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