miércoles, noviembre 16, 2016

Mañana estaré en mi tierra


Los intelectuales de mi aldea. R. de Zubiaurre
Mañana estaré en mi tierra. No sentiré que regreso, sino que sigo, tampoco soy de seguir mucho porque en una semana ya habré  tomado el camino del sur: Córdoba y Sevilla.  Iremos a Mundaka, donde tomaremos unos vinos (excepcionalmente) en ambiente familiar amplio de confraternización- pueblo. Me pongo simpático y gracioso, y también se genera cierto espíritu de antiguos del pueblo. Pensar que hace solo unos años pensaba no volver jamás. Los del pueblo nos han considerado (familia) de allí, sin serlo. Incluso a mí, tanto que me (y amigos) censuraban de joven. Eran muy rancios.
Mi hermano sacó la foto del cuadro de arriba, se titula los intelectuales de mi aldea y es de Ramón de  Zubiaurre, que está en el Museo de Bellas Artes, le gustó mucho y me ha mandado un texto demasiado apologético de mí y de E, para colgarlo, pero no lo hago, por eso y porque malcita a Habermas, lo más punible. Espero que no deje de enviarme cosas.
En mi tierra ocurre que me siento como si fuera de allí, ni desarraigo, ni animadversión, pérdida, inadaptación, rechazo, hostilidad, deudas. Me quedé sin amigos, debido a mi exclusivo arte, de forma plenamente  unilateral.  Creo que es lo único no vasco mío. No soportaba el país, su ambiente, ideas, opinión común, diré en mi descargo, que es lo único que puedo decir. Ninguno me hizo absolutamente nada.  Según XY todos me adoraban, y como no lo había visto desde ese punto de vista: del de ellos, –solo del mío, o me dio exactamente igual-,  ahora creo, que sí, que era más o menos así.
En este ahora, recién dicho y prolongado, me siento  absolutamente normalizado, no tengo nada contra la gente de allí. En mis escasos contactos, vía hermana, como si nada. El mismo aquí que allí. Reconozco que he alcanzado  una gran simplificación de mi vida. Como dijo no sé qué poeta y cantaba el simple y amargado  Paco Ibáñez, yo ni estoy en guerra con mis entrañas.
Me gusta mirar mucho a la gente, en todos los sitios, y no solo a las tías buenas, sino a todos. Soy consciente de que lo estoy haciendo: mirar, lo increíble es que es sin la más mínima intención. De joven y maduro, miras para ver si te miran. Hace muchos lustros que no me mira nadie. Pues yo miro por mirar. Miro cada cara que tengo delante, no ropa, gestos, estilo o no, anatomía, yo miro  las caras, sin el más mínimo propósito ni explicación. Con total indiferencia, pero miro. En el metro es muy distinto que en la calles, las caras desdibujan su preeminencia  en beneficio de otros elementos más interesantes, sin duda,  ahí sí hay mucho juego: los móviles, las lecturas, las conversaciones, la ropa, lo tienes todo. Incluso puedes abandonar el más puro pulso existencial, de vida en cuanto vida y  fluir a su antojo, y hacer un poco sociología, que es otra historia y con menos poesía que la no- poesía que hay en el mirar que   hago yo. Igual lo hace todo el mundo, pero no lo cuenta.
Como mi desocupación  se va a intensificar en el viaje, quizá escriba sobre  él,  en “cartas a mi hermano Víctor Manuel”.   


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