Lo más deleznable de los nacionalismos es como logran que
los más toscos, mediocres, devaluados, anodinos pueden sentirse enfáticamente orgullosos
de la condición colectiva más común, externa y peregrina, que los redima. Los
donnadie (aunque también están los
listos/hábiles con objetivos muy precisos) son exaltados del subsuelo de su
menudencia a un mundo solar refulgente y henchido. Mérito: ser/estar y formar,
o sea ninguno. Así resultan.
El orgullo al que me refiero no es el natural por tener dos
piernas y dos progenitores, ser europeo,
de Torrejón de Ardoz o aragonés, sino el proclamador, ostentativo,
diferenciador, colectivista, nacionalista y tribal.
Un gran poeta
grancanario, Domingo Rivero -muy considerado
por los hermanos Padorno-, decía en un poema que él era el mejor poeta
de su calle, pero que su calle era muy corta. Como la mía y como yo.
Resulta que el representante de la última negociación
de la delegación de un alto y fundamental organismo internacional, radicado en
Washington, con el Gobierno de una importante nación sudamericana en su capital,
ha sido un veinteañero santacrucero y canario, de mi calle. Asumo y comprendo a
partir de ahora el “orgullo canario”, por ser efectivamente tan legítimo, natural y concreto. Ya me ha
costado entenderles. Por lo que les pido mucho perdón, sinceramente o así
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