Ni un pacifista en lontananza. Si algo caracteriza al pacifismo es su congénita desmotivación, su laxitud y lejanía: su falta radical de humanidad. Al pacifismo nunca le ha movido un solo sentimiento positivo de empatía o piedad, de ayuda directa, de consuelo, de ofrecimiento y abrazo. Se trata de un despliegue simétrico de agresividad contra quien usa la violencia- el pacifismo no tiene la altura intelectual para reflexionar sobre la violencia y la justicia. Es la agresividad sublimada y concentrada hacía un objeto del odio que ha de hacerse socialmente aceptable o políticamente presentable (al nivel mostrenco conocido), pero que anida en los recovecos del alma. Toda una exhibición del lenguaje de los signos, de densa y unívoca significación: gritos, insultos, quema de banderas y figuras, gestos, rictus, puños, los más viejos ritos de guerra, una escenografía fantástica, ¡por favor: los percusionistas! Hasta el ¡tam tam!
Los máximos heraldos de la doble moral, el prejuicio, la fobia, la necesidad de ritualizar la agresividad, y la patraña, deben pensar que somos idiotas, que no hay lectura de sus hazañas.
¿Dónde tenéis la flotilla de Gaza? ¿No la vais a sacar, héroes?
Desconozco las conexiones neuronales en mentes tan enfermas y tan esclavas de prejuicios y oscurantismo, de superstición sobre el mal, más que parangonables a las que existieron al final de la Edad Media, marcadas a fuego en el inconsciente colectivo. Ni guardan las formas ni disimulan: como en 1492. Igual de fascinados con los judíos, salvajemente seducidos.
Los paternalistas eurocéntricos, no distinguen el dolor concreto de los seres humanos de Siria. Es demasiado real y directo. No es campo de posibilidad pacifista.
Sin embargo, echadle a la turba (a la de aquí al lado) banderas de barras y estrellas o de una sola estrella: la de David.
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