Haber creído en el comunismo, saber sobre que estado de cosas se levantaba aquel régimen, no querer dar crédito a testimonios más que fiables y pruebas que demostraban su abyección absoluta, y dar por óptimos los tristes logros que lo justificaban, resulta un dato pavoroso de lo que se puede esperar de la condición humana.
Veinteañero y tonto me sumé como un papagayo a las críticas inquisitoriales ejercidas contra Solzhenitsyn de ser un “agente objetivo del imperialismo”. Daba igual que lo hubieran crucificado mil veces, como a millones de hombres más. Lo de Juan Benet fue mucho peor, ya que debió decir que merecía ser fusilado.
Nada nos importó aquella crítica a la maquinaria de destrucción del ser humano –el exterminio es demasiado industrial y cuantitativo- si podía favorecer a EE.UU., un país de democracia ininterrumpida en toda su historia, que había alcanzado la hegemonía mundial.
La sed de absolutos –la religión no surgió de perversos chamanes- del ser humano induce al pesimismo no tanto histórico como antropológico, que solo un adolescente soñador de escasa formación y luces puede concebir como patraña o mendacidad, en base a lo insólito de su propio devenir.
La realidad siempre se restaura y se impone, puede tardar muchísimo, es cierto, pero llega. Esa es una idea que últimamente me consuela. No hay mentira con futuro, podrá tener presente, si se quiere persevernte, pero ningún futuro.
Admiré a Jorge Semprún. Revolucionario, combatiente, resistente, hombre de acción y disidente, intelectual y escritor.
Leí muchos libros de él y tras su muerte releí el que narra su pasó por el ministerio de cultura. La escritura de Semprún siempre referida a experiencias autobiográficas, para mi tiene algo sobre él que jamás conseguía ocultar, al escritor que bullía en el personaje (esto no sería grave ya que el discurso literario no puede por eso resentirse: Thoreau, Bernhard…), aunque no en su naturalidad o inmanencia, sino en sus proyectos o discursos.
En Semprún era como si su voluntad de escribir, su ambición e ideas estuvieran en casi todas las páginas bailando. En el plano intelectual a lo que tanto se prestaban sus reflexiones y en la realidad narrada, tampoco demostraba gran autonomía e inserción textual. No conseguían del todo tomar cuerpo, arraigo o legitimidad en la narración. Era como si sus cuitas y charlas con amigos, las reflexiones, máximas, actos de habla de sus tertulias se incrustaran en la literatura. Detrás de Semprún siempre aparecía Ives Montand, Costa Gavras, Pradera, Claudin... sus libros venían a ser tertulias. Narración metadialógica.
El escritor era siempre el viejo militante, el viejo intelectual y la crítica compartida. El designio literario muy predeterminado, sus miras estrechas (pero justas) y condicionadas, su backrground limitado (matriz de revolucionario/resisitente como eterno retorno que se sella con la bandera republicana sobre el féretro) y por ello excesivamente familiar y ya discutido. Ese no es Koestler.
No hace mucho me leí el ajuste de cuentas de Raymond Aron con el comunismo. El amigo de Satre era a un tiempo racionalmente geométrico y poliédrico, una reflexión de gran calado, además de precursor, se adelanta a su época, los intelectuales europeos habían tenido su Sinaí con el comunismo y en Lenin su Moisés. He leído de mayor a mucho intelectuales que refutan y condenan el comunismo. Pero lo mejor que leído es El cero y el infinito de Arthur Koestler, de quien había leído sus memorias.Literariamente mantienen un extraordinario pulso, y es capaz de llevar al lector por tiempos y por espacios colaterales como forma de encerrarlo aun más en la trama, que se vive, que emocionalmente impregna, e intelectualmente muy medida, va desvelando toda la filosofía política, los mecanismos de poder, el lenguaje y discurso que justificaba la iniquidad y el oprobio, aquel estado de excepción bañado en sangre y humillación sin límite, todo con una enorme densidad, hercúleo. Como Koestler.
Es uno de los libros esenciales para entender y vivir el S XX.
Veinteañero y tonto me sumé como un papagayo a las críticas inquisitoriales ejercidas contra Solzhenitsyn de ser un “agente objetivo del imperialismo”. Daba igual que lo hubieran crucificado mil veces, como a millones de hombres más. Lo de Juan Benet fue mucho peor, ya que debió decir que merecía ser fusilado.
Nada nos importó aquella crítica a la maquinaria de destrucción del ser humano –el exterminio es demasiado industrial y cuantitativo- si podía favorecer a EE.UU., un país de democracia ininterrumpida en toda su historia, que había alcanzado la hegemonía mundial.
La sed de absolutos –la religión no surgió de perversos chamanes- del ser humano induce al pesimismo no tanto histórico como antropológico, que solo un adolescente soñador de escasa formación y luces puede concebir como patraña o mendacidad, en base a lo insólito de su propio devenir.
La realidad siempre se restaura y se impone, puede tardar muchísimo, es cierto, pero llega. Esa es una idea que últimamente me consuela. No hay mentira con futuro, podrá tener presente, si se quiere persevernte, pero ningún futuro.
Admiré a Jorge Semprún. Revolucionario, combatiente, resistente, hombre de acción y disidente, intelectual y escritor.
Leí muchos libros de él y tras su muerte releí el que narra su pasó por el ministerio de cultura. La escritura de Semprún siempre referida a experiencias autobiográficas, para mi tiene algo sobre él que jamás conseguía ocultar, al escritor que bullía en el personaje (esto no sería grave ya que el discurso literario no puede por eso resentirse: Thoreau, Bernhard…), aunque no en su naturalidad o inmanencia, sino en sus proyectos o discursos.
En Semprún era como si su voluntad de escribir, su ambición e ideas estuvieran en casi todas las páginas bailando. En el plano intelectual a lo que tanto se prestaban sus reflexiones y en la realidad narrada, tampoco demostraba gran autonomía e inserción textual. No conseguían del todo tomar cuerpo, arraigo o legitimidad en la narración. Era como si sus cuitas y charlas con amigos, las reflexiones, máximas, actos de habla de sus tertulias se incrustaran en la literatura. Detrás de Semprún siempre aparecía Ives Montand, Costa Gavras, Pradera, Claudin... sus libros venían a ser tertulias. Narración metadialógica.
El escritor era siempre el viejo militante, el viejo intelectual y la crítica compartida. El designio literario muy predeterminado, sus miras estrechas (pero justas) y condicionadas, su backrground limitado (matriz de revolucionario/resisitente como eterno retorno que se sella con la bandera republicana sobre el féretro) y por ello excesivamente familiar y ya discutido. Ese no es Koestler.
No hace mucho me leí el ajuste de cuentas de Raymond Aron con el comunismo. El amigo de Satre era a un tiempo racionalmente geométrico y poliédrico, una reflexión de gran calado, además de precursor, se adelanta a su época, los intelectuales europeos habían tenido su Sinaí con el comunismo y en Lenin su Moisés. He leído de mayor a mucho intelectuales que refutan y condenan el comunismo. Pero lo mejor que leído es El cero y el infinito de Arthur Koestler, de quien había leído sus memorias.Literariamente mantienen un extraordinario pulso, y es capaz de llevar al lector por tiempos y por espacios colaterales como forma de encerrarlo aun más en la trama, que se vive, que emocionalmente impregna, e intelectualmente muy medida, va desvelando toda la filosofía política, los mecanismos de poder, el lenguaje y discurso que justificaba la iniquidad y el oprobio, aquel estado de excepción bañado en sangre y humillación sin límite, todo con una enorme densidad, hercúleo. Como Koestler.
Es uno de los libros esenciales para entender y vivir el S XX.