Me ha llamado mi hijo
desde el taxi, como cuando va o vuelve
de Colombia. Esta vez salía de NYC y no del aeropuerto de pueblo (así ha dicho) de Washington, y eso que es el Dulles, el internacional.Había quedado con
unos amigos españoles de su época
de París. Es
difícil que me olvide de las
andanzas de mi hijo, que me cuenta. Hace
años que casi siempre va a Brooklyn. Le he
preguntado si no había estado en
Manhattan y me ha contestado: ni pisar. Han andado de bares y galerías de arte.
Hace poco estuvo en el nuevo Withney Museum en el Downtown. Lo que si le trasmitimos fue el interés por el arte moderno y contemporáneo. Le gusta verdaderamente, como a mi hija.
Le preguntó si se
sigue oyendo español, y me cuenta que salían
de un pub polaco y comentan por unos que
llegaban la pinta de polacos que tenían,
pero resultó que eran hispanos.
Me dice: “en una galería
de arte había unos compatriotas míos”, no hace falta que me diga que son
colombianos. Les has hablado. No, eran los típicos pijos fumados que se pasan un año aquí.
Solía decir yo que mucho
más importante que viajar o hacer turismo,
era vivir en países extranjeros, y mi hijo me lo confirma. Vuelve a Washington y vuelve a su casa, llega
a Madrid y vuelve a casa, o a Tenerife o
Bilbao. Y Bogotá dentro de unos años será también un poco su casa. O México DF.
Está encantado con mi libro; no hemos hablado de él, me dice. He hecho
las primeras revisiones sobre
formato imprenta, y estoy muy contento.
-¿Cuando sale? Para hacer
el artículo-. Me va a sacar en Vozpópuli.
-Pronto, pero espera.
Este libro es
especial, como mi experiencia. Curiosamente un asunto estrictamente laboral, me
ha catapultado a la órbita literaria. Ya no hay fronteras, todo queda bajo esa
órbita. Ahí me he visto completo, porque
es mi respiración o sangre (incluso grupo sanguíneo) la que escribe. No lo había sentido antes.
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