Les vi por el espejo del bar que entraban y se situaban
detrás y cerca de mí. Estaba en el Atlántico y hojeaba el Día, tenía El País,
había bajado caminando, pasado por Ofra y muchos barrios y me hice todo el paseo
marítimo de Puerto Hondura al Náutico, dos horas.
Hacía sol y evidentemente iban vestidos de mujer, con
tacones gigantes y música. Todos estos del carnaval se parten de risa antes de
que consigan alguna sonrisa, están persuadidos que ya con el disfraz hacen muchísima
gracia, Jamás he visto menos sentido del humor en mi vida. Tan sosos y patéticos.
Cuando les vi entrar, para mí era como si metieran las sillas
que todas las mañanas a primera hora
saca el Rapsoda, ya esperé el abordaje. Por lo que empecé a buscar a la madre
de Rapso para pagar e irme ipso facto, pero no aparecía. Pues dejo dos
euros o 10 pero yo me voy, y además sin
dirigirles una mirada.
“Qué dice el periódico”, lo cierro, me levanto, le miro,
cara sonriente de carnavalero-ja-ja-ja, fraterna y ojos desprovistos de alcohol, pero
pintados como les gusta, le contesto “nada” y le doy la espalda, masculla algo,
pago y salgo sin mirarles.
Llego a casa: “me han vuelto a atacar los del carnaval”.
“Qué raro”. Durante muchos años, pero muchos, bajé a los carnavales, pero jamás
disfrazado. Lo que constituían un reclamo para las mascaritas, y su guion
escrito, previsible y robótico. Lo que
no sabían ellos que pese a mi pinta me pillaban bebido, y siempre provocador.
Les decía que eran muy graciosos, por ejemplo. O les besaba. Una vez con un
martillo de goma que llevaban les di martillazos en sus cabezas. No salían de su asombro. Me rescataba
XY que se ponía bailar conmigo y a sonreírles con su simpatía innata y tropical. Salvo
la época de Al y Serena, siempre solos. Y ese escenario lascivo, sugerente de
posibilidades, esas flechas de sexo orientadas
al exterior, lograban el efecto contrario, revocar el estado civil y reconvertirnos
en novios ansiosos. Era un estímulo terrible. Nos podían haber echado del
carnaval.
Tenía una historia completamente olvidada. Así como alardeo
de mis expulsiones de discotecas, por
comportamientos etílicos rechazables, una vez lo fui por el sexo y de una plaza
pública de un pueblo de Vizcaya. No
teníamos aún 20 años. Salía con una chica que
estaba a muchas yardas sobre mí
en absolutamente todo. Nunca he sabido
que pudo ver en mí, porque hasta bebía
(que podía ser mi única baza) lo mismo que yo. A finales de los 60 en los bailes
de las plazas de los pueblos de mi país, tenías que pagar (2 pesetas o así) y
te ponían un número en el pecho. Iríamos
al cine a la primera sesión, bebido, tomado el tren y al pueblo aquel: Durango. Como
estábamos todos los días y en
todos los sitios de arrumacos, besos, metiéndonos mano sin parar…, nos pusimos
a bailar de una manera muy excesiva. Ella era mucho peor que yo. Éramos de la capital
y liberales. Nos echó del baile el de los tiket y fuimos reprobados por el
público. En el tren de vuelta nos resarcimos, no funcionaban las luces. Por
cosas así no te metían en el cuartelillo de la Guardia Civil, como gustan decir
sin ningún conocimiento los antifranquistas sobrevenidos décadas después de muerto
el caudillo, y los antifascistas actuales despistados sin fascismo. En el
franquismo hubo mucho margen para desentonar. Otra cosa eran los timoratos.
A XY le debo también el
conocimiento del País Vasco, antes de conocerla creía que todo era natural y de
la única forma posible, todo venía dado, preexistía y era como había sido
siempre, hasta que me hizo ver que no.
Aparte de ponderar mi villa, dijo "los vascos no bailan, saltan", lo que había dicho más o menos Sabino Arana.
Sentenció Max Aub que uno es de donde ha hecho el bachiller, yo podría
decir que uno es de donde ha pasado las
primeras fiestas, y las mías son las vascas:
alcohol, la enormidad, fraternidad, comunitarismo , desmesura y con el alcohol llegaba a las mujeres.
Hoy he vuelto a bajar al centro caminando; frente a El Capricho
los 40 Principales, y dance que es la
música que más me gusta, ayer a la tarde
anunció un locutor que hoy estaría en Tenerife. Miro a las jovencitas, pero ya no
hay deseo en mi mirada. O muy poco. A este paso no voy a ser ni viejo verde.
Voy otra vez al Atlántico
y me encuentro con mi
colega el Rapsoda, que lleva un sombrero de paja de feriante, de
Alcalá de Guadaira por lo menos. Le digo: “Que te parece que aprovechando tu
pinta te haces pasar por socio del casino nos colamos y nos tomamos una cerveza
tranquilos”.
1 comentario:
Todo correcto, todo muy 'kitsch'. El esnobismo es un pecado capital de la nueva era, en la que te mueves como nadie, en esa 'honda' que perpetraste en otro blog.
Estudia.
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