

Le llevo a casa en coche y hasta entonces iba todo muy bien y normal, pero va a salir y se
empieza a enredarse primero dentro del coche.
-Tú estás borracho- le acuso.
- Sí, sí…-lo dice riéndose. Miro por el retrovisor y mientras
libraba una batalla absurda con nada que realmente le aprisionara, una ristra
de coches detrás nuestro esperaba. Cuando por fin ha dispuesto todo (ha roto
redes, superado vallas, atravesado tubos) y va a salir resulta que no se ha desabrochado el cinturón de
seguridad. Pienso para mí “pero qué es lo que
ha estado haciendo hasta ahora”. Si lo que dificulta la salida es el
cinturón en todo caso, me paso anteayer en Las Palmas y Manolo me lo tenía que
soltar. Se lo quito: “joder tío, cuántas dificultades”. Retrovisor. Pensaba:
los coches empezarán a tocar la bocina y
vendrá el agente de la municipalidad
que deducirá que si el saliente
está borracho, el permanecido dentro también lo estará.
Ahora la escena cambia para ofrecer un sesgo marítimo. Mi amigo está colgado de una
mano del techo de la amura de popa de un coche aparcado. Los pies los retienen
en el mío. Solo falta que el mar con su corriente separe los dos coches y este
caiga de bruces al agua, que en realidad es asfalto.
-Libera primero los pies y no te desenganches del techo, a
ver si te matas- Logra hacerlo finalmente. Por sus movimientos pareciera que no
sabe nadar.
-Pero que borracho estás.
- Sí, sí- Al fin logra zafarse de su psicomotricidad, sigue
riendo como si en lugar de beber hubiera fumado.
No es la primera despedida de este tipo que me ha brindado
en alguna otra ocasión. Una vez me vomitó en el coche, sacaba la cabeza por la
autopista pero volvían algunos jugos gástricos y líquidos perturbados en su
digestión, al coche, salpicando la carrocería de violetas y burdeos lluviosos.
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