El tren de Córdoba a Cádiz va lleno, pero nadie sabe que
menos de una decena llegaremos a Cádiz. Es un tren pletórico de bullicio, una me ha quitado el sitio, otra arroja mi maleta
contra el suelo como si pretendiera que llegara a las vías para poner la suya,
y una tercera ha confiscado mi ABC y EL País, que creía eran del tren, que me
obliga a reconvenirlas, pero por darme a la palabra, no porque esta tuviera una
finalidad distinta a su mero uso. Sé muy bien donde me muevo.
Cádiz es un lugar más allá de los confines. Emerge entre el
agua como un horizonte nunca alcanzable.
El pasaje parece confabulado para no llegar a su destino último: esa ciudad- me
quedo con otro en el vagón. En Cádiz desembarcamos menos de una decena. No se ven ni taxistas. En Cádiz el cachondeo nace
de la nada, es como una impregnación salitrosa y ríes como si hubieras fumado.
Tenemos buen equipo, compenetrado, todo hay que decirlo.
Me hospedo en la parte de Cádiz que doy en llamar Burgos-costa.
El ensanche itsmíco de la ciudad me recuerda por la construcción y falta de
algo a Burgos. Me lo camino, el sol parece digno de muy entrada la primavera.
Es una ciudad muy sostenible, porque no se ha desprendido ni desplomado nada de
algún grosor. No hay carril bici en todo el kilométrico paseo playero. Una casi
me arrolla. Es como si apenas existiera municipalidad, lo que viene de lejos.
Paso por la municipalidad propiamente dicha, un cartel tiene un enunciado más
estúpido que falso. Las fronteras matan. Las fronteras jamás matan. La inmensa
mayoría de los países tienen fronteras y jamás han matado a nadie, ni pueden
hacerlo. Todos querrían vivir muy distantes de ellas.
Muy divertida nocturnidad. Los taxistas son insólita e
insultantemente ilustrados. El último me ha dado la mano a dos manos porque era
más veraz y yo encantado.
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