De Cáritas ya había oído hablar mucho antes de que desatara la crisis, por su solvencia en las tareas de ayuda al prójimo que la definen. Una solidaridad efectiva, comprometida, callada, seria, digna de encomio y admiración. Sin abajo firmantes, megafonía o fotos de arrebatada pose dominical, ni más que gratificantes fines colaterales: la consabida vindicación ética de uno mismo ante los demás.
Europa y en cabeza los progresistas han trasladado la solidaridad a los higiénicos y pulcros ordenadores de Hacienda, al Estado. El asistido o necesitado es magnitud, guarismo, diagrama. Una solidaridad despersonalizada, sin cara ni mirada, aséptica, funcional, burocrática. Cuyo acto más personalizado, elevado a categoría ritual -siempre omitido el rostro del necesitado- ha sido la alharaca, el exhibicionismo, la estetización de la PROPIA “actitud”. No he conocido a más fantoches que a los “solidarios” de aspaviento y procesión. Ni los de ínfulas de dinero y preminencia son más enfáticos y demostrativos. Con los que, para mi desgana, he de cruzarme, ni cuento las veces.
Acaeció que el Estado se desplomaba con heridas de muerte. Solo seguía en pie Cáritas multiplicada, sin fotos (ahora tampoco) y ni una sola demostración y menos estridencia, a lo suyo, al prójimo, al lenguaje del rostro y la mirada, y la ayuda directa, cálida y viva.
Se suma otra desgracia, que es que el Estado aséptico y deshumanizado se había construido en un país sin sociedad civil. Entre el Estado y los individuos aislados y disgregados -las condiciones objetivas para populismos totalitarios, que analizó Hannah Arendt- no se dan organizaciones cívicas y sociales, sino más estado, entes políticos enquistados en el Estado.
En el país de pandereta, que entregaba anteayer como emirato cheques-regalo no hay voluntariado ni cooperantes, ni filantropía, ni la humanidad de la solidaridad real con rostro.
Siguen confiando en la cirugía del Estado, con el que poder seguir eludiendo al Otro. Pero ahora ya no es suficiente.
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