sábado, diciembre 03, 2011

Leyendo a Don De Lillo


Me pasé sin transición de Cormac Mc Carthy a Don de Lillo, de la jungla densa, atiborrada y húmeda, surcada por exploradores decididos y desquiciados   a las lomas desnudas de Escocia por ejemplo: al silencio, la soledad y los embates del mar bronco, que repliegan a la soledad úlitma del espíritu   sin  coartadas exteriores ni  tributo a  realidades materiales. Si la concepción dramática de Mc Carthy gravita sobre el espacio como inmensidad metafísicamente vacía, la de De Lillo lo hace sobre el tiempo, aún más vacío,  sobre la aprehensión de la fugacidad y los marcos que solo lo encuadran pero que sirven  para escrutarlo.
La experiencia de ese tránsito, de Mc Carthy a De Lillo, puede ser tan fuerte como el  que supuso el de la visión cosmológica a la antropocéntrica, de la trepidación salvaje de la acción de los hombres al aliento contenido, omisivo de lo que no sea la esencia más honda en la que  bucea De Lillo, profundamente abstracta y llena de signos que interpretar. Las fracciones de segundo, el parpadeo, la impresión de la luz, de cualquier luz en su comparecencia en un lugar prosaico es narración y un impulso decisivo de  vida.
He hecho el recorrido inverso al cronológico, me inicié en el De Lillo de obras recientes y ahora he vuelto a la última publicada pero que es de 1982, aquí están los antecedentes de la concisión  y fragilidad del material narrado posterior, en esta obra ocurriendo muchas coas, incluidos asesinatos, el pulso lo acapara el de Lillo del que hablamos.
Existe un orden de intimidad, por tanto de espíritu que es el propio de nuestro tiempo –y no de otro- hueco, absurdo, de instantes simplemente yuxtapuestos y silenciosos, ahora somos capaces de comprobar su desorden y falta de métrica. Aun así, es un  mundo configurado como   realidad fundamental de signos, y signo es la letra, y palabra.


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