E. llegó de Washington el martes pasado a Madrid-Juerga y de allí se fue tras la exigente nocturnidad a Bruselas-Amigos. Ayer domingo el aeropuerto de Bruselas estaba impracticablemente blanco por lo que llegó tarde a Madrid y perdió la conexión para la subtropi(lo)calidad.
A las 13 horas (en lugar de a las 14) he llegado a Tenerife-Reina pensando que igual traían el viento de cola y se presentaban antes. El viento sin embargo se había puesto frontalmente hostil y con todos los nudos disponibles soplaba para retrasar. Tenía hora y media por delante. “Como me ponga a beber cañas…”, dada mi voracidad, oralidad, ansiedad, y además en un aeropuerto (en el que nunca se ve un famoso, pero es cosmopolitan) “no respondo de mi mismo”, me he sopesado.
“Me voy a poner a caminar”, me he aconsejado. Dicho y hecho. No sé realizar actividades intermedias y contemplativas. He andado unos buenos kilómetros por fuera de la terminal y sus ampliaciones longitudinales, que al nordeste las rebasaba, no así al sudoeste ya que colinda con otros municipios sureños más alejados. Me he dado cuenta de que era la admiración de taxistas, guagüeros, policías nacionales, las recoge-viajeros… y oficios anexos, y me henchía y me ponía a resoplar.
Estaba tan entusiasmado con mis largos enloquecidos de punta a punta del exterior de la terminal, hasta que me he dado cuenta de que ya no podía tardar mucho el avión y apenas tenía tiempo para tomar cervezas. Como siempre me decía mi madre que lo quiero todo, y es la pura verdad, he hecho un par de rondas por los bares para tomarme unas cañas. Y lo he logrado, pero a contrarreloj.
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