Hace poco me decían telefónicamente que mi futuro lugar de
anclaje debería ser Sanlúcar de Barrameda, enumerándome todas las
disponibilidades del lugar y que serían de mi agrado: bares, la librería de un
amigo y un montón de cosas, incluida la posibilidad de largas caminatas. Causé
buena impresión en Cádiz, gracias a mi concisión comunicativa y maneras templadas, que siempre es garantía de sociabilidad y aceptación. Tanto debió
ser, que me han propalado las brisas de la bahía de Cádiz. O el "levante" que
azota en la zona “Burgos”.
Me temo que estoy en otras circunstancias de realidad. Con
el pasar de muchas décadas comencé a tener nociones (ciertas) sobre mí. Al
ingresar en la cincuentena asumí dos
hitos existenciales decisivos: debía aceptar que carecía de cualquier tipo de
vocación –no tenía reservado ningún destino de plena felicidad, nunca sería por
ejemplo un científico que con su pasión
desbordante tuviera la suerte de enajenarse de la vida-, y lo peor: que
así se podía vivir, incluso que eso era la vida. Desapareció como por ensalmo
toda aquella vocación de torear a la
vida, de ser objeto de mi introspección absurda en la que había consumido buena
parte de ella. La vida venía a ser todo lo que no era yo. El “No-yo” de Fichte
más o menos. Me entraron muchas ganas de
hacer cosas, pero no era tan fácil cortar con tu abismo interior.
Se puede pensar que
hubo un tránsito en los interrogantes
básicos. Del QUIÉN pasé al QUÉ. El quién es uno es una pregunta realmente estúpida, que no es lo
mismo (pero parecido) que el deseo desesperado de sustraerte a la vida con
alguna gran consagración a algo elevado. La vida real no tiene elevaciones
sustanciales.
He tenido tantas
aparentes pasiones, he añorado poseer tantas vocaciones, que con tanto
atrezzo y vestuario te tienes que preguntarte por el QUÉ eres realmente,
partiendo de que la respuesta no te va a gustar nada.
Durante todo el tiempo que vivió nuestro hijo con nosotros
siempre traté de engañarle. Según cómo me vestía le decía qué era. Director de
cine francés, periodista del Frankfurter Algemeinde Zeitung, corresponsal de
guerra del Herald Tribune, ex preso
político bajo el Telón de Acero, filósofo neokantiano de Marburgo. A lo que
mi hijo me respondía lacónicamente: tú eres un abogaducho.
Desde que mi hijo se
autocatapultase al cosmopolitismo sucesivo por los dos hemisferios terráqueos,
dejé de poder suplantar ya ninguna
profesión. Pero seguí haciendo trampas.
Le preguntaba a XY
qué era, y me contestaba: un intelectual. ¿Un intelectual? Sí, ¿si?, sí.
Esta mañana cuando me estaba vistiendo he tenido una certidumbre que no había tenido antes:
Lo que más me gusta es leer y escribir. Creía que en nada había profundidad y
compromiso. Además llevaba varios años
presumiendo de qué a mí no me gustaba prácticamente nada.
Ocurre que vuelvo a ser el más leído del periódico otra vez,
y que el artículo del martes ya lo tengo escrito. Y que en mi larga travesía
por el tiempo (de espera) ya he empezado a relatar mi historia, y sale. Ahora
sí. También hago ejercicio. Para cuando
me instale en Sanlúcar.
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