jueves, abril 23, 2015

Rose Mary, la burgalesa

Hace poco me decían telefónicamente que mi futuro lugar de anclaje debería ser Sanlúcar de Barrameda, enumerándome todas las disponibilidades del lugar y que serían de mi agrado: bares, la librería de un amigo y un montón de cosas, incluida la posibilidad de largas caminatas. Causé buena impresión en Cádiz, gracias a mi concisión comunicativa y  maneras templadas, que siempre es garantía de sociabilidad y aceptación. Tanto debió ser, que me han propalado las brisas de la bahía de Cádiz. O el "levante" que azota en la zona “Burgos”.
Me temo que estoy en otras circunstancias de realidad. Con el pasar de muchas décadas comencé a tener nociones (ciertas) sobre mí. Al ingresar en  la cincuentena asumí dos hitos existenciales decisivos: debía aceptar que carecía de cualquier tipo de vocación –no tenía reservado ningún destino de plena felicidad, nunca sería por ejemplo un científico que con su pasión  desbordante tuviera la suerte de enajenarse de la vida-, y lo peor: que así se podía vivir, incluso que eso era la vida. Desapareció como por ensalmo toda aquella vocación  de torear a la vida, de ser objeto de mi introspección absurda en la que había consumido buena parte de ella. La vida venía a ser todo lo que no era yo. El “No-yo” de Fichte más o menos.  Me entraron muchas ganas de hacer cosas, pero no era tan fácil cortar con tu abismo interior.
Se puede pensar  que hubo un tránsito en los interrogantes  básicos. Del QUIÉN pasé al QUÉ. El quién es uno es  una pregunta realmente estúpida, que no es lo mismo (pero parecido) que el deseo desesperado de sustraerte a la vida con alguna gran consagración a algo elevado. La vida real no tiene elevaciones sustanciales.
He tenido tantas  aparentes pasiones, he añorado poseer tantas vocaciones, que con tanto atrezzo y vestuario te tienes que preguntarte por el QUÉ eres realmente, partiendo de que la respuesta no te va a gustar nada.
Durante todo el tiempo que vivió nuestro hijo con nosotros siempre traté de engañarle. Según cómo me vestía le decía qué era. Director de cine francés, periodista del Frankfurter Algemeinde Zeitung, corresponsal de guerra del Herald Tribune,  ex preso político bajo el Telón de Acero, filósofo neokantiano de Marburgo. A lo que mi hijo me respondía lacónicamente: tú eres un abogaducho.
Desde  que mi hijo se autocatapultase al cosmopolitismo sucesivo por los dos hemisferios terráqueos, dejé de poder  suplantar ya ninguna profesión. Pero seguí haciendo trampas.
Le preguntaba  a XY qué era, y me contestaba: un intelectual. ¿Un intelectual? Sí, ¿si?, sí.
Esta mañana cuando me estaba vistiendo  he tenido una certidumbre que no había tenido antes: Lo que más me gusta es leer y escribir. Creía que en nada había profundidad y compromiso.  Además llevaba varios años presumiendo de qué a mí no me gustaba prácticamente  nada.
Ocurre que vuelvo a ser el más leído del periódico otra vez, y que el artículo del martes ya lo tengo escrito. Y que en mi larga travesía por el tiempo (de espera) ya he empezado a relatar mi historia, y sale. Ahora sí.  También hago ejercicio. Para cuando me instale en Sanlúcar.



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