Me pongo por un momento, como si lo fuera, en la piel de un
argentino.
Doy por sentado que
siempre me han llamado la atención los que son muy críticos o adversos a sus
países y compatriotas, y absolutamente nada los patriotas, chovinistas y populistas.
Los primeros, esté o no de acuerdo con ellos, me harán sonreír siempre. El
mundo es demasiado aburrido, acrítico y uniforme, y demasiadas veces excesivamente
coral y compacto.Me considero laicista, liberal, individualista-racionalista, crítico, amigo del desarrollo y el progreso, entusiasta de la modernidad, el civismo y con grandes dosis de escepticismo y relativismo, lo que puede entenderse como un racionalismo adulto laico y liberal.
A mi edad sería un argentino absolutamente descreído de la riqueza de sus recursos naturales -siempre el tongo del mismo tango-, y no tanto porque supiese que casualmente muchos de los grandes países carecen de ellos: China, Japón, Suiza, Suecia, Dinamarca… sino porque en realidad suelen ser asertos gratuitos y de otros tiempos, un lugar común para los más prosaicos.
Si yo fuera argentino estaría lacerado por toda la retórica supuestamente racionalista de esas torrenteras de palabras, de significantes que hace ya mucho han perdido su significado, logrando que las palabras llegadas a tal escala de abstraccionismo y autonomía formal, surtidas de abalorios, hayan perdido su poder de representación de la cosa a la que aluden. Una poesía barroca sin verdad ni realidad.
Si yo fuera argentino sabría que el triunfo del psicoanálisis lacaniano en Argentina se debe a la total prevalencia del habla, lo imaginario y narcisista frente al lenguaje que se constituye en el orden simbólico, y por el que nos situamos en el plano de estricta igualdad dentro de la convención del lenguaje común.
Si fuera argentino ya habría atribuido al narcisismo (ese gran monocultivo nacional), a lo fantasioso y encumbrado y prepotente siempre, que cada argentino llevaríamos dentro, el elemento conformante, desde esa identidad individual perdida en la contraposición habla/ lenguaje, de la identidad colectiva.
Si yo fuera argentino detestaría de mis paisanos las afecciones y sarpullidos de vehemencia arrasadora, el vértigo bajo el tronar de bombos o cacerolas, es esos estados extáticos de júbilo, religión y pasión infinitas tras objetivos siempre chauvinistas, o porque invaden otro país o por sus triunfos futbolísticos. Les reprocharía no haber dedicado ni una mácula de ese estado de electrizada sugestibilidad colectiva a la lucha por la democracia.
Si yo fuera argentino querría que el futbol argentino tuviera cosas del alemán, producto de rasgos de carácter basados en la emulación, el trabajo bien hecho, el esfuerzo, las buenas instalaciones deportivas... Y no en un supuesto designio racial, el genio divino de ungidos, el sueño que disuelva la marginalidad de los extrarradios, signados por el don que la Providencia ha depositado en los pies o en la mano de dios.
Si fuera argentino me parecería un retroceso –otra condena- para el país, el triunfo argentino, pues avivaría sus peores demonios, por lo que desearía que ganara Alemania, nada distinto a lo que yo deseaba a la España de Franco.
Pero como no soy argentino deseo que gane Alemania, pero no me importaría que ganase Argentina, que es lo que merecen, para perseverar religiosamente en la cima mundial del narcisismo y en el culto oceánico a una religión estúpida, el pequeño subcontinente de la irracionalidad henchida de mentalidad de graderío y orgullo de pies descalzos y hambrientos, necesitada de dioses arrabaleros por toda ambición colectiva nacional.
1 comentario:
Ayer vi el único partido del Mundial. En nuestra casa este mes ondea pabellón germánico.
Ayer dispusimos de Kartofelsalat, bratwurst y wurst en general, sauerkraut y cerveza alemana.
Me olvidé de comprar la bandera alemana para ondearla con la de Israel
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