A los Matt con mucho cariño, de los que he vuelto a saber
Joseph Roth y Soma Morgenstern fueron dos grandes amigos.
Dos amigos de verdad, que se profesaban gran admiración y un afecto intenso.
Seguramente por eso, pudieron estar varios años sin hablarse ni verse ni
buscarse entre las distancias que separan París de Viena o que existen dentro de cada una de las ciudades. Ocurrió a
mediados de la década nada prodigiosa de los 30, conforme se iba perfilando el
destino de estos seres entonces errabundos. ¡Pobres judíos errantes, que venían
venir la gran maquinaria mortuoria del nazismo, impotentes…!
Stefan Zweig que estaba
en Londres desde los primeros años de los 30, tomó cartas en el asunto y urdió
el encuentro de los dos amigos en Viena, pero sin que estos sospecharan nada.
Los citó en un hotel y tras el encuentro
por sorpresa se abrazaron con fervor, primero los amigos reencontrados y después los tres
escritores judíos austríacos.
Viena ya había comenzado a darles la espalda.
Bajo el Imperio de los Habsburgos los metecos de los judíos
orientales (ostjuden) pasaron, junto
a otras minorías étnicas que sobrevivían a entornos étnicos mayoritarios
hostiles, a ser considerados como súbditos del Emperador con todos los derechos
de ciudadanía reconocidos. Pasaban a ser
austríacos y dejaban el yiddish por
el alemán. Incluso los ostjuden podían
estudiar en la Universidad de Viena, sin otros problemas que defenderse del
antisemitismo de los estudiantes que propugnaban la Gran Alemania. Co ellos
estaban el alcalde Karl Luger, Schönerer y otros que preparaban
las pistas de aterrizaje a los nazis que pronto asesinarían, en la misma
Viena, al Presidente de Austria Dorfluss.
Joseph Roth y Soma Moregensten eran de Galitzia, un país del
Imperio que engloba a polacos y ucranianos por mitad. Y al que la historia le
ha deparado distintas adscripciones nacionales. Entre polacos y ucranianos –los goyim o gentiles de turno- ser judío
(muy minoritarios) también resultaba incómodo. Los progromos contra los judíos
forman parte del inconsciente más turbio de los europeos orientales.
Siempre dispuestos a cometer atrocidades
contra los apestados que leían el Talmud,
seguían la Torá y algunos de ellos la piedad hassidin, como la familia Morgensten, o se asimilaban, apartándose
algo de sus raíces, en la cultura mayoritarias. Les era realmente difícil a los
judíos huir de su condición, incluso si intentaban su propia Ilustración: la Haskalá o, con la esperanza puesta en el
sionismo, buscaban abandonar
definitivamente Europa.
En Viena, donde en principio todos los ciudadanos del
Imperio eran iguales y en su universidad se conocieron Morgenstern, estudiante
de derecho y Roth, estudiante de letras. Les unió enseguida su afición a la
literatura más que la participación en los comités de autodefensa de los
estudiantes hebreos.
Tras la I Guerra Mundial, en la que participaron en muy
distinto grado –Roth lo hizo de una manera casi simbólica-, se dedicaron al
periodismo, aunque como lo hacen los escritores en ciernes que apuntan alto.
Joseph Roth es autor de obras como La marcha Radetzky, La
cripta de los capuchinos, El anticristo, La leyenda del santo bebedor…, obras
importantes de esas décadas de oro de la literatura en alemán. Su nombre no
hecho sino crecer.
Soma Morgenstern dedicó un libro de varios centenares de
páginas a su amigo Roth, que lleva el título de Huida y fin de Joseph Roth, publicado hace unos años por Pre- textos.
Cuando se cernía sobre ellos la noche más oscura y
desalmada, que hundió a la raza humana en el fango, los dos amigos especulaban
con la aventura de existir y de proyectarse en el mundo o simplemente vivir, para
lo que era preciso huir del fuego exterminador. Todo el desarraigo, con su
desasosiego punzante, del judaísmo laico, cosmopolita y asimilado, toda la
efervescencia de quienes pierden las raíces, la densidad de sus incertidumbres
como la necesidad de dotarse de una voz y cartas de navegación con las que
orientarse y sobrevivir, están impresos en la vida de los amigos.
Morgenstern nos descubre en este libro su inteligente
sentido del humor, sus compromisos y lealtades además de una magnífica escritura
donde el protagonista Roth es perfectamente movido por él.
Morgenstern sigue a Roth desde su encuentro en la
universidad de Viena. Tienen muchos asuntos en común: el periodismo, la
literatura, su condición judía, la emigración, las amenazas y miedos
que les acosan, el enfoque estrictamente individual de los
supervivientes en un tiempo más que
convulso. Y la huida, huida complicada la de Morgenstern por campos de concentración
en Francia, Argelia, Lisboa y finalmente
Nueva York, donde se hará escritor. Roth no llegará a dejar París, y
antes de que los nazis la invadan, muere herido por el alcohol, seguramente en
alguno de los muelles que se alinean entre el Pont Neuf y la Isla de San Luís.
Fue enterrado en el cementerio Pére Lachaise. Un sacerdote
católico rezó un breve responso en presencia de un rabino. Entre los
monárquicos austríacos se pudo ver a algunos socialistas y comunistas.
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