Opinión
José María Lizundia Zamalloa
Literatura y judaísmo
A comienzos de 1970 el euskera batua o euskera unificado ya había sido adoptado por la Academia de la Lengua Vasca (Euskaltzaindia), poniendo de esa manera coto a la dispersión dialectal del euskera, que fue ilustrada por el príncipe Luis Bonaparte en su célebre mapa lingüístico, que fijaba hasta seis dialectos. El euskera batua se sustentó en los dialectos labortano (vasco-francés) y guipuzcoano por una razón de peso: en esos dialectos existía la mejor tradición literaria que serviría al nuevo canon, aunque fuera literatura religiosa como la de Bernat Dechapare y Johannes Leizarraga, traductor al euskera de la biblia hugonote.
En los 70, los jóvenes filólogos vascos, la mayoría de Hispánicas, pero euskaldunberris (que habían aprendido el vascuence por su cuenta), tenían como paradigma de enseñanza de lenguas, a efectos de invertir la diglosia (la preeminencia social de una lengua sobre otra) favorable al castellano, al Estado de Israel, cuyos métodos de aprendizaje del hebreo se trasplantaban al País Vasco. El Estado de Israel, que había desechado los tradicionales métodos de enseñanza de idiomas, era capaz de proporcionar a las oleadas de emigrantes que recibía, el nivel de habla de un niño de seis años en un periodo de seis meses. La enseñanza del hebreo no se hacía a través del propio idioma de cada alumno, sino por asociaciones de los objetos y acciones con los nuevos términos, sin traducciones previas.
El hebreo hasta la segunda mitad del XIX era una lengua muerta, recluida en la Torá, el Mishná y el Talmud, y bajo la custodia de los rabinos. La resurrección del hebreo va a estar ligado a la fundación del Estado de Israel, pero también al despegue del sionismo, aquella empresa de judíos civiles, con tintes de epopeya, que querían comenzar una vida digna trabajando el campo y con una organización social inspirada en ideas izquierdistas. En el nuevo hogar judío, como figuraba en la Declaración Balfour, la base de unión de los judíos ya no será la Torá, sino el hebreo. Viene a ser esta evolución muy similar al tránsito, obra de la ETA de los años 60, del nacionalismo vasco racial (de sangre) y racista al patrón étnico lingüístico que sustentará finalmente al conjunto del nacionalismo étnico vasco.
El mayor nutriente de la inmigración sionista a Palestina hablará en yiddish, ya que es el idioma de la mayoría de los ostjuden (judíos orientales) de la rama askenazi, como el ladino lo es de la rama sefardí o el yaquetía del Magreb y enclaves mediterráneos de los descendientes de los expulsados de España en el Siglo XV.
El yiddish llegará a ser el enemigo del hebreo. Se trata de un alemán petrificado en el Siglo XV y desgajado del alemán unificado gracias a la Biblia de Lutero, que tiene muchas incrustaciones de otros idiomas de Europa oriental y del hebreo. Que la vitalidad de un idioma no decrece por los préstamos y aportes de otras lenguas lo demuestra la gran literatura escrita en yiddish, de la que es obligado citar a Menajem Mendel e Isaac Bashevis Singer, galardonado con el Nobel. El yiddish pasa a ser el idioma e la diáspora judía de finales del XIX y principios del XX, que alcanza su auge y plenitud especialmente en Nueva York, donde se editan varios periódicos, mientras que el hebreo prende en Israel.
La recuperación del hebreo como lengua viva y vehículo de comunicación de la sociedad judía de Palestina es mérito de Ben Yehuda, hoy nombre de una de las principales arterias de Tel-Aviv. Es famosa la anécdota del hijo de Ben Yehuda, el primer hablante del hebreo moderno, a quien su padre privó de todo contacto exterior para que no conociera lengua distinta a aquella.
En estas lenguas que han requerido de una suerte de refundación se confía con interés vital en poetas y escritores para el perfeccionamiento lingüístico y su desenvolvimiento más rico, por lo que es muy común oír a Amos Oz decir de alguien que habla muy buen hebreo, como a Jon Juaristi decirlo de otro por su euskera. Donde los académicos de la lengua no llegan, llegan los escritores que afianzan y pulen la pragmática lingüística. Así se forman las tradiciones literarias, y antes de llegar a la tríada de lujo que hoy componen Amos Oz, David Grossman y Abraham B. Yehoshua, es obligado citar al gran poeta Bialik y al también Nobel Agnon como los padres de la patria de la literatura hebrea. Los tres primeros, como no podía ser menos, se reconocen en esa tradición, tradición tan corta como vigorosa.
Si hablamos de judaísmo y literatura, por fuerza hemos de abrirnos a otros idiomas. El judaísmo es el concepto más amplio, que excede a la lengua y al propio hebreo, que es el idioma de Israel (también es oficial el árabe) y al hebreo antiguo, que fue uno de los israelitas bíblicos.
Los judíos, muchos dejando a las claras que lo son, emplean otros idiomas. Ahí tenemos el caso casi obsesivo de Philiph Roth (sus padres y vecinos en Newark, Nueva Jersey, hablaban yiddish), Saul Bellow y Paul Auster, que hoy constituyen las cimas de la literatura norteamericana.
Pero si hay un idioma con el que el judío ha estado durante toda la modernidad comprometido con fuerza es el alemán, al menos desde Mendelshon, y a lo que mucho contribuyó el movimiento ilustrado judío de la Haskalá. El gran crítico literario de la literatura alemana, Reich-Ranicki, él mismo judío de origen polaco, ha considerado como el mejor escritor alemán de todos los tiempos a Henrich Heine, un judío alemán afincado en París. La atracción judía por el alemán excede en mucho este artículo, pero sirva como botón de muestra el caso del inmenso poeta Paul Celan, nacido en Bukovina, en los Cárpatos, y cuyos padres fueron asesinados por los nazis. Celan, que vivió en París, no podía pisar suelo alemán (era superior a sus fuerzas) por lo ocurrido a sus padres y a su pueblo, pero no podía dejar de expresarse en alemán, lengua en la que está escrita su obra.
La literatura europea está trufada de autores judíos italianos, húngaros, rusos o franceses, pero es en la lengua alemana donde el elenco judío brilla con intensidad insuperable: Kafka, Joseph Roth, Schnitzler; Krauss, Zweig, Canetti, Broch, Benjamín, Morgenstern, etcétera.
Hasta aquí no hemos parado de citar a autores o de referirnos a sus nacionalidades, pero sin citar ni a España ni a Canarias. Este largo excurso nos servirá para interrogarnos sobre si es posible hablar actualmente de judaísmo y literatura en español. Evidentemente que se puede, con tal de que nos olvidemos de la idea de Estado español y pensemos en un territorio lingüístico del español. Tánger y Tetuán son plazas fuertes de lo judío español. El escritor José Carlos Cataño es lagunero y suya es la obra De tu boca a los cielos, que trata sobre el mundo y habla de los sefardíes. Existe una literatura en español plenamente transfronteriza, desarraigada, judía a carta cabal y por ello cosmopolita, de trasterrados como Cataño y Esther Bedaham, nacida en Tetuán, de hispanoargentinos como Horacio Vázquez- Rial y Marcos Ricardo Barnatán (autor de una de las mejores biografías de Borges), a los que hay que añadir, ya como expertos en judaísmo, al catedrático de Sociología Alejandro Baer y al corresponsal de La Vanguardia, reportero en todas las guerras, Plácid García- Planas.
Es posible que algún lector esté interesado en conocer en directo la opinión de todos estos expertos. Atentos entonces a la agenda de mañana viernes 3 de abril: Judaísmo y Literatura, en la sede del Colegio de Abogados de Santa Cruz de Tenerife.