Felicitando a mi amiga Elena en su feliz cumpleaños, me ha comentado que no se podía acceder al artículo de E. L., pues aquí va. Nada de eso pasaría si se comprara el periódico.
Europa: entre la hipocresía y la ingenuidad
La noticia aparecida hace unos días en el diario El País puede ser de todo menos sorprendente. Alemania, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Noruega tienen previsto pedir a Estados Unidos la retirada de su arsenal nuclear en Europa en el marco de las reuniones de la OTAN previas a la conferencia de revisión del Tratado de No Proliferación que se celebrará en mayo en Nueva York. Aparentemente, estos países consideran que acoger bombas norteamericanas en su suelo les deslegitima para pedir a otros Estados el abandono de sus pretensiones nucleares. En la actual coyuntura geopolítica mundial, estiman, “ya es hora de adaptar la política nuclear a las nuevas circunstancias”. Parece ser que terminada la guerra fría, los líderes de estas naciones europeas no ven la necesidad de contar con una capacidad de deterrence en el Viejo Continente. Es más, tienen la convicción de que la permanencia de estos arsenales es altamente contraproducente en el mundo hoy.
Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol. El pacifismo europeo pos-caída del Muro de Berlín no necesita aclaración. A pesar de la constante participación de potencias europeas en la práctica totalidad de las operaciones bélicas llevadas a cabo desde entonces en el mundo –ya sea a través del envió directo de tropas, el apoyo político o la puesta a disposición de recursos financieros o logísticos-, Europa sigue empeñada en recalcar la necesidad de una solución pacífica y negociada para todos los conflictos. Como señaló Robert Kagan en una de sus obras más influyentes, los europeos ya hemos hecho el tránsito hacia el mundo pos kantiano de la paz perpetua. Da lo mismo que hablemos de casos flagrantes de limpieza étnica, enquistadas guerras civiles o simples y llanos genocidios. La guerra es mala y nunca debe ser la respuesta. Al fin y al cabo, si Europa fue capaz de superar el secular antagonismo franco-germánico y reconciliarse sobre las cenizas de la II Guerra Mundial, ¿por qué el resto del mundo no puede hacer lo mismo?
Por esto, la noticia recogida en el primer párrafo no merecería más comentario de no ser por su coincidencia con otra que aparece a continuación: Francia y Alemania, el auto declarado corazón de la Unión Europea, manifiestan su “seria preocupación” por la continuación del plan atómico iraní que revela el último informe de la OEIA. Los respectivos gobiernos de estos dos países exigen ¨sanciones” y “determinación”. Sin duda, ambos coinciden en que un Irán en posesión de armas nucleares constituiría una seria amenaza para la paz y seguridad mundiales y reconocen la necesidad de que la comunidad internacional tome cartas en el asunto. Obviamente y a renglón seguido, tanto franceses como alemanes rechazaron una intervención militar de plano. ¿Cómo proceder entonces para hacer frente al desafío iraní en vista de que las medidas sancionadoras hace largo tiempo puestas en práctica no parecen modificar un ápice la presumible voluntad de la república islámica de continuar con su programa nuclear?
Descartada de antemano la alternativa militar -que podría ser ruinosa desde todo punto de vista- y manteniendo el escepticismo que el conocimiento de la efectividad histórica de las sanciones dicta, pocos recursos quedan al alcance de las potencias occidentales, incluso contando con la colaboración de Rusia, China y la ONU. A la espera de que un cambio interno en el país ponga fin a las pretensiones nucleares iraníes -y a poder ser al régimen que las patrocina también-, la solución más racional pasa por prepararse para un Irán atómico. En este escenario, la historia de la guerra fría muestra como la única forma de garantizar la paz y seguridad globales en un mundo plagado de poderes nucleares es la disuasión. De hecho, y como subraya el teórico que más ha estudiado el largo conflicto entre Este y Oeste, John Gaddis, el desarrollo de la bomba atómica a mediados de siglo pasado ha evitado, paradójicamente, el estallido de nuevas guerras totales entre los actores dominantes del sistema internacional. No hay motivos para creer que Europa no hubiera sido un campo de batalla por tercera vez de no haber mediado el poder disuasorio de la más denostada bomba.
Evidentemente, no es fácil negar a alguien el derecho a tener lo que uno tiene. Pero de ahí a creer que la mera renuncia a lo que uno posee va a calmar las ansias ajenas, va un trecho. Irán no va abandonar su programa nuclear por más que Europa se deshaga de los arsenales norteamericanos en su territorio. El régimen ayatolá busca afianzar su posición internacional, legitimarse internamente y en última instancia tener la capacidad destructiva que otorga el desarrollo de capacidades atómicas. Con suerte, parece pensar una mayoría de líderes europeos, los misiles iraníes nunca apuntarán a Europa; son Israel y Estados Unidos los tradicionales objetivos de las invectivas de Ahmadineyad. Tal vez. Pero Europa debería repensar dos veces su estrategia defensiva en el presente siglo antes de retirar armamento nuclear del continente y considerar al totalitario Irán y a la cada vez más autoritaria Rusia -no lo olvidemos- compañeros entusiastas en el viaje hacia la paz perpetua.
Eguiar Lizundia
Washington, 19 de febrero de 2010
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