Al conocer que el cardenal Robert Prevost era el nuevo Papa
León XIV me vinieron tres nombres a la
cabeza: el agustino Lutero, el Abate Prevost, benedictino y escritor (su gran
obra “Manon Lescaut”) y la famosa encíclica Rerum Novarum de León XIII, corpus
de la doctrina social de la Iglesia. Saltándome olímpicamente a San Agustín y
celebrando el final de la apuesta jesuítica, de mucho riesgo. Del Papa
Francisco llamaba la atención su vocación de fundador de una saga o linaje, no había habido antes
ningún Francisco, se iniciaba sin numeración, ni seguir a nadie en ordinal, reservándose
muchos signos de puesta en escena (de algunos ornatos se despojaba). Como otra
piedra (Pedro) de la Iglesia: simplemente Francisco. Su tumba minimalista era
toda una demostración de grandeza, de pura metafísica no terrenal. Al cardenal
Bergoglio que se invistiera de Francisco, no le hacía franciscano, sino más
jesuita. Los franciscanos son símbolo de humildad y pobreza. Lo que en
Bergoglio era totalmente aparencial, se desprendía de lo superfluo para
conservar lo esencial. En todo caso, un mini franciscano. De eso saben los
jesuitas, y del poder. En las reducciones del Paraguay, y el comunismo agrario
que implantaron, convirtieron a todas las deidades originarias en trasunto de
las cristianas. Hábiles suplantaciones. Y convencían, como cuando confesores de
reinas y asesores de emperadores. En Estados Unidos ya tienen buena parte de la
enseñanza media en sus manos. El muy mediocre Francisco apuntaba al nuevo poder
emergente, el del Gran Sur, especialmente hispanoamericano. Las políticas conspirativas
(tradición de mucho arraigo en la Compañía de Jesús) y afectas al pobrismo (comunidad
primitiva de pobreza): teología de la liberación, cristianos de base,
indigenismo, populismo, Grupo de Puebla.La muerte del sedicente franciscano jesuita ha demostrado el
gran predicamento que mantiene la
Iglesia en el mundo. De más mérito, ya que tras el desencantamiento del mundo
que anunció Max Weber, no haya hecho más que progresar el laicismo, pero a la vez rearmarse la fe.
Viendo las imágenes del Vaticano, con la basílica de San Pedro, la columnata de
Bernini y la Capilla Sixtina, se aprecia la potencia estética del lugar y sus
tesoros visibles, e intuidos los ocultos. La importancia de la estética nos la
señaló Nietzsche, como un principio fundamental para comprender la vida, la
moral y la existencia misma. Todo eso subyace en la gran belleza general
incluso la pompa litúrgica, triplicando belleza.
La otra columna de la Iglesia es su poder institucional y ecuménico, su bimilenarismo y en una sociedad líquida y descompuesta, atónita y sin referencias, ofrece la solidez de la geometría y orden organicista.
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